En defensa de la coquetería
Opinión

En defensa de la coquetería

Esta sociedad bipolar y moralina no entiende que la coquetería tiene un valor en sí, que no necesita llegar a la caricia para dar placer, ni tampoco es pariente de la infidelidad

Por:
diciembre 28, 2016
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Sugerir es el arte, decían los griegos.

 

De niño, siempre pensé que era feo; eso no es ninguna excepcionalidad, sino un sentimiento que comparto con muchos. De hecho, recuerdo que mi nivel de timidez era tan grande, que ensayaba el único paso de baile que sabía (así somos muchos rolos) antes de atreverme a saltar a la pista.

Con los años algunas percepciones se mantienen y algunas incluso se ahondan. No recuerdo haber seducido a mujer alguna sin abrir mi boca. No soy de esos a los que les basta entrar al bar y con su presencia conseguir compañía. Es más, no recuerdo haber seducido a mujer alguna en un bar.

 

No recuerdo haber seducido a mujer alguna
sin abrir mi boca

 

Mi espacio natural, si algo así existiera, está en el uso de la palabra. En seleccionar cada palabra como el que busca la pieza exacta del rompecabezas, poner el tono oportuno y dejar salir la sonrisa espontánea. A eso se llega (si es que se llega) con años de práctica que tienen un efecto secundario: uno se hace coqueto.

Lo anterior no me excusa sino que me condena. Soy coqueto, me gusta demorar la mirada un segundo de más para provocar una reacción, jugar con las palabras, sabiendo que las palabras más eróticas pueden ser las aparentemente más frías y más distantes de la piel.

No es esa coquetería burda y esperable del ramo de rosas, el chocolate y el muñeco de peluche; no, incluso la soberbia es coqueta cuando se engalana. Lo mismo pasa con la indiferencia, la frase suelta, la confesión ridícula, el defecto reconocido. Todo depende de la forma.

Esta sociedad bipolar y moralina, donde todos pasean en silencio sus más graves tentaciones y sus más sublimes deseos, nos juzgan mal. Creen que los coquetos somos depredadores o cazadores incansables. No entienden que la coquetería tiene un valor en sí, que no necesita llegar a la caricia para dar placer, ni tampoco es pariente de la infidelidad. Son cosas diferentes. Pero a las iglesias, las religiosas y las políticas, aquellas en las que tienen sus propios coqueteadores oficiales, les encanta mezclar esas cosas para tener brujos qué quemar.

Como además no soy empleado bancario, sino que me gano mis lentejas enseñando, de tiempo en tiempo me paro frente a un auditorio a decir cosas. Y ahí de nuevo aparece el coqueto: el que mide los silencios, el que calcula el tono para convencer, el que suelta el chiste como si fuera espontáneo, el que trata de atrapar con emociones. Y ese es el momento más sublime de la coquetería.

Es más, este texto está escrito con la mayor coquetería posible. No se trata de saber si ella me lee, sino de soñar con que es posible que así sea.

@DeCurreaLugo

Publicada originalmente el 21 de septiembre de 2016

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