Shakespeare era un antisemita, pero seguramente muchos admiran su obra. Dicen que Cervantes odiaba a los gitanos, pero es muy difícil desarraigar a Sancho de nuestra cultura; Héctor Abad Faciolince no es ni lo uno ni lo otro, pero ha cometido el error de no pensar como muchos quisieran, 'exabrupto' en el que también incurrió Mario Mendoza.
Particularmente prefiero quedarme con la grandeza de sus obras. Es un verdadero reto no llorar leyendo el último capítulo de “El olvido que seremos” imposible es no sentir nostalgia cuando Mendoza narra las humillaciones a las que era sometido Alfonso Rivas por el simple hecho de ser feo.
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Seguramente sin el Quijote en nuestro vocabulario no estaría el “hideputa” esa palabra que fluye inmediata para saludar al que nos lleva la contraria; como criticar a Shakespeare si en el primer verso de un poema enseña que solo pueden ser días las noches que uno sueña a la mujer que ama.
Deslindar la obra del artista es un ejercicio que demanda del despliegue más refinado de la razón humana. La verdad a nosotros los espontáneos nos queda difícil descalificar con argumentos a esos que desechan las salas de televisión de sus casas para ampliar las bibliotecas.
Ve uno cometarios tan desafortunados que hacen reflexionar sobre la importancia de la crítica sustentada y se rememora un sabio consejo que daba el expresidente Darío Echandia cuando decía que “se puede meter las patas pero no las manos”.
Nosotros en el afán de ofender las metemos todas desde el principio. No he visto a ningún conservador rompiendo el billete de dos mil pesos por tener plasmada la imagen de Débora Arango, la gloriosa e irreverente que se atrevió a pintar a Laureano Gómez en forma de sapo, tampoco podrá ningún liberal dejar de estremecerse al escuchar las notas del himno nacional que nacieron de la inspiración de Núñez.
Todos ellos siempre serán grandes y sobrevivirán en la historia, mientras a nuestra arrogancia solo el tiempo la hará comprender el olvido que seremos.