En una nota escrita para este mismo portal, un ciudadano nos acusa de indolentes y tácitamente de incoherentes y morbosos.
A propósito del artículo de Nicholas Casey para el New York Times sobre el regreso del fenómeno de los falsos positivos a Colombia gracias al programa de incentivos militares propiciado por Iván Duque como política de gobierno, se nos recuerda que aquí no bastó que medios nacionales e internacionales, agencias y organizaciones no gubernamentales destacaran las 10.000 muertes que dejó la ola de la seguridad democrática para que decidiéramos apostarle a algo distinto, y es verdad.
Por ejemplo, no fue suficiente que los paramilitares se metieran al municipio de El Salado el 16 de febrero de 2000 y en medio de la plaza del pueblo, al ritmo de acordeón y tambores, mataran a 60 civiles, violaran a 2 mujeres e impidieran a los sobrevivientes enterrar a los muertos. Tampoco las masacres de El Aro, Mapiripán, San José de Apartadó o Bojayá, cometida hace 17 años este mismo mes, o los cientos de crímenes cometidos por esos grupos irregulares y confesados por ellos mismos durante los juicios que se adelantaron en el marco de la Ley de Justicia y Paz.
La política de Estado del momento fue clara: acabar con frentes guerrilleros y miembros de grupos armados ilegales, a través de estímulos que terminaron propiciando la muerte de civiles que no estaban involucrados en el conflicto armado. Más de 3.000 asesinatos, de acuerdo con las cifras de Human Right Watch, por cuenta de los cuales fueron condenados 961 uniformados.
Colombia añoraba aquellos tiempos, así lo dijo en las urnas el pasado 27 de mayo.
De acuerdo con el polémico informe del New York Times sobre la orden dada al Ejército de Colombia, acá no solo se está presionando a soldados para que intensifiquen los ataques y aumenten las bajas “en combate” sin el cuidado que involucra salvaguardar la vida de los civiles que puedan atravesarse en el proceso, sino que se les ha inducido a “hacer lo que sea” para mejorar sus resultados, incluyendo forjar alianzas con grupos paramilitares.
Sufrimos de pérdida absoluta de memoria, nos condenamos de forma recurrente al letargo evolutivo y nos consolidamos como una comunidad primitiva que no supera el uso de las flechas contra la amenaza enemiga. A fuerza de nuestra historia deberíamos haber desarrollado una consciencia superior de bienestar social pero seguimos siendo la clase de pueblo que escoge como líder al más violento.
Así seguirá ocurriendo, porque mientras se nos olvide el pasado violento que llevamos más de 50 años intentando superar y el precio que nos ha costado, estamos obligados a repetirlo.