Ser joven en Colombia es un desafío, que difícilmente todos superamos, muy pocos a quienes el azar o la “cuna” les acompaña lo hacen cómodamente. Hoy que se habla de avanzar en la superación del conflicto social, político y en particular de su expresión armada, enarbolar la bandera de la juventud no como etapa, sino como derecho de nuestra generación, es impostergable.
Recientemente dos hechos hacen parte de la preocupación de la juventud activa: por una parte el discurso de posesión presidencial – vacío y abstraído de la realidad del país, embelesado aún en las locomotoras – y por otra el rimbombante anuncio del acuerdo por los superior – nada más cierto de un acuerdo de rectores elegidos a dedo, partidos tradicionales, intelectuales oficialistas, empresarios, OCDE, BM y FMI -. Ambos hechos apelan a los ya lugares comunes de la equidad, la paz, la prosperidad, la inteligencia; hacen con ello de cada uno de esos rasgos palabras vacías, cuando menos, viciadas a sus intereses.
Es triste notar que en Colombia – con una tasa de cobertura de menos del 50% en educación superior y un servicio militar obligatorio – exista una tendencia a garantizar que un joven a sus 20 años conozca, e incluso haya manejado o accedido a un arma pero no conozca una biblioteca. Este elemental hecho, hace dudar de la realidad de la paz que propone el Estado, o cuando menos, de sus alcances. Uno supondría, por ejemplo, que una genuina reforma educativa para la paz y la democracia debería verse acompañada por el desmonte efectivo del servicio militar obligatorio como parte de su integralidad.
Nada de eso pasa. Y lo que es aún peor, el panorama es mucho más complejo en otras dimensiones de la vida juvenil. La fuerte estigmatización de una sociedad paranoica, polarizada en el discurso de la seguridad, el enemigo interno y la seguridad nacional – o seguridad democrática – que demoniza a su juventud como parte de sus rasgos patriarcales, paternalistas y conservadores. El caso de los artistas urbanos – grafiteros – perseguidos por la fuerza pública, con la venía de amplios sectores de la sociedad que al parecer no tienen hijos son una muestra de cómo la expresión juvenil – un rasgo inherente al ser joven, la creación – son negados por la sociedad y el Estado. Acá cabe también la negación al derecho a decidir sobre el cuerpo, explorar la sexualidad e incluso la ausencia de espacios para el desarrollo deportivo de la juventud en la mayoría del territorio nacional.
Sepa el lector que más del 50% de los hacinadas cárceles del país están llenas de jóvenes. Pregúntese el lector por la edad en que esta generación accederá a una pensión, e incluso sí está asegurada por sus empleados, es más, pregúntese por el desempleo juvenil en Colombia. Cifras de abril indican que 1 de cada 5 jóvenes tiene empleo, de ellos el 67% no tienen contrato; el 40% no devenga siquiera un mínimo aunque trabaja más de 40 horas semanales. Y no se trata del azar, se trata en lo fundamental de la llamada “ley del primer empleo” que bajo la idea de “garantizar experiencia laboral a la juventud” reglamenta la tercerización, sobreexplotación y flexibilización laboral para la juventud colombiana.
Entonces la situación es una de militarización de la vida juvenil; del joven visto como demonio, vándalo, marihuanero o terrorista. Juventud sometida a la guerra, al desempleo o el trabajo mal pago, que no puede acceder a educación superior. Así vistas las cosas, es más comprensible notar porque las cárceles se llenan de jóvenes, en un estado que invierte más en construir Batallones y Cárceles que en la infraestructura de las universidades públicas.
El joven es entonces visto como amenaza, como objeto a neutralizar, jamás como sujeto. La curiosa ley de juventud se convierte en un simulacro de participación, antes que participación real en la vida política, “amagos” de congresos, consejos, y dulcecitos son los espacios de participación político de la juventud colombiana a la que “los mayores” deben educar, y no es posible dejar decidir. Atreverse a salir de esta encerrona institucional y tomar la calle genera las consabidas consecuencias: persecución política, señalamiento, asesinatos, agresiones de la fuerza pública, el joven sumiso que rompe con el establecimiento y quiere tomar el cielo por asalto se convierte en terrorista.
Ni sumisa, ni conservadora, mucho menos muda es la juventud. La esencia de la juventud, no es ser una etapa, es ser un actor profundamente dinámico, activo, creador y transformador. Ninguna verdad queda en pie ante el paso de la juventud, ni las verdades de la estética, la sexualidad, el amor, la política, la cultura o la ciencia. Sin embargo, a cada paso, la institucionalidad oficial pareciese diseñada para castrar el ímpetu creador y de cambio que habita la juventud. No, en Colombia no tenemos derecho a ser jóvenes.
La discusión adquiere centralidad hoy que se habla de la finalización de la confrontación armada; de la posibilidad de transitar y dirimir la conflictividad social por otras vías menos costosas moral, socialmente. En ello, cuando se habla del poder, de sus bases efectivas y los canales de participación política es ineludible hablar de la juventud y su voz efectiva en la institucionalidad oficial – ciertamente agotada e insoportable. Hoy hay que decir que una de las víctimas colectivas del conflicto armado no es otra que la juventud en su conjunto: obligada a callar, a ser señalada, perseguida por crear, expresar, subvertir, interpelar; obligada a integrar un ejército que con facilidad y sin escrúpulos le asesina, viste de insurgente a cambio de unas vacaciones. Una juventud obligada a abandonar la idea de una vejez apacible, y entregada por el estado al apetito voraz del empresariado nacional y transnacional.
Es urgente una nueva institucionalidad, un nuevo pacto social, en el cual la juventud sea reconocida como actor – por fin – decisivo en un nuevo futuro para el país, un futuro del cuál la juventud actual tarde o temprano tomará las riendas. Opto por llamar a la lucha por un derecho colectivo y fundamental, el de imaginar, el de llenar de color el futuro en este gris presente: el derecho a ser joven.
Sin lugar a dudas, la lucha, unidad y acción conjunta por reconocernos y exigir reconocidos como jóvenes y tener las garantías para serlo pasan por una Asamblea Nacional Constituyente que integre esa mirada en un nuevo pacto social, un pacto social para la paz. Cómo lo decían los jóvenes de Córdoba en 1918, y hoy retomamos para hablar del derecho a ser joven: las luchas que siguen, son las libertades que faltan.