En Colombia la discriminación sí tiene que ver con las masacres

En Colombia la discriminación sí tiene que ver con las masacres

Indios, negros, campesinos y pobres suelen ser las víctimas. ¿Qué nos dice esto?

Por: omar orlando tovar troches
agosto 20, 2020
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En Colombia la discriminación sí tiene que ver con las masacres

Contrario a lo que el relato oficial quiere que crea el ciudadano desprevenido, la reedición de las más aciagas épocas de cruda violencia, que estamos atestiguando recientemente, dirigida a ciertos grupos poblacionales, no corresponde al azar, la coincidencia, el infortunio, la mala alineación de los astros, ni a los designios divinos del Sagrado Corazón o de la Virgen de Guadalupe. Las masacres, pasadas y presentes, tienen como uno de sus orígenes, quizás el más importante, la histórica discriminación por razones étnicas y económicas, implantada en el subconsciente colectivo americano, desde el encontronazo entre las culturas originarias de América y la recién llegada de Europa, por allá, a finales del siglo XV.

Aunque el ocasional lector de estas notas no lo crea, expresiones como “no sea tan indio(a)", "negro(a) tenía que ser” o la instantánea asociación mental que hace el colombiano promedio entre indio y guerrillero o negro y delincuente no solo no es nueva, sino que subyace en la memoria colectiva colombiana a partir de esquemas culturales implantados y replicados en el modelo educativo colombiano desde la llamada época de la colonia hasta inicios de la segunda mitad del siglo XX e incluso unos añitos más, cuando en la Constitución de 1991 se proclamó que Colombia era pluriétnica y multicultural.

No es extraño constatar que la permanencia de esquemas segregacionistas, por razones de etnia o capacidad económica, determine tanto la ubicación en la muy colombiana estratificación de castas, conocida como Sisbén, como el trato del que será sujeto el colombiano indio, negro, de estrato 1 y 2, o campesino, por parte del resto de la sociedad que se reconoce como gente bien, así como por los agentes del Estado, encargados de lidiar con estos otros colombianos, no iguales, o siquiera similares al colombiano urbano, emprendedor, pro activo, decente, de piel más bien clarita, que no para y produce.

Se lee, suena y se oye fuerte, sin embargo, esa es la realidad fácilmente constatable por cualquiera, que se vive en todo el territorio colombiano. No obstante, el afloramiento de una corriente de opinión políticamente correcta, generalmente conformada por sectores intelectuales, que condena socialmente cualquier tipo de discriminación, lo cierto es que persiste una fuerte tendencia de no reconocer y respetar la diferencia, al interior del grueso de la sociedad colombiana, quizás reforzada por elementos culturales, remanentes del proyecto de la contrarreforma católica española, el concordato y últimamente, el protestantismo puritano, que aún promueven posturas radicales de intolerancia por esa alteridad no europea, pecaminosa y alejada de las sagradas escrituras.

Los actores legales e ilegales del conflicto armado colombiano, siniestro producto bélico de esta cultura oficial del racismo y la discriminación, no han estado exentos de prácticas de promoción, reforzamiento y aplicación de este patrón cultural de violencia, llamado discriminación, cruelmente desplegadas, cuando estigmatizan como auxiliadores, milicianos, miembros, cabecillas o ideólogos del bando contrario, por oponerse a ser reclutados para sus ejércitos, a los miembros de las etnias, estratos y oficios descastados por la sociedad colombiana, y cuando los amenazan y los asesinan por lo mismo. No sorprende entonces, la oleada de asesinatos y masacres que han venido ocurriendo en Colombia, durante los últimos años.

Sin embargo, la actual ola de masacres, en la que tristemente han sido asesinados jóvenes, negros, indios y campesinos, sobre todo en el suroccidente colombiano, pareciera desbordar la capacidad de horror de ese colombiano promedio, sujeto del constante borrado mediático de memoria, a quien, vía Maluma, J. Balvin, James Rodriguez, Nairo Quintana, Jessi Uribe, la novia de Jessi Uribe, el coronavirus y Uribe mismo, ha olvidado anteriores masacres, como las del Aro, Ituango, de Soacha, El Nilo, El Naya, Machuca o las tres de Tacueyó. A ese colombiano urbano, proactivo emprendedor de tez más bien clarita, que no para y produce, le parece momentáneamente espeluznante que hayan matado unos negritos en Cali y al sur del Cauca, le perturba fugazmente que a esos indiecitos de Nariño y del Cauca los maten así porque sí, o que anden matando tanto campesino en el bajo cauca antioqueño, en Arauca, en Caquetá, en el Huila o en el Catatumbo, todo eso es horroroso, de gente bárbara.

Sin entrar a justificar, con la excusa del patrón cultural de racismo y discriminación, la inexcusable indiferencia que aún subsiste en la sociedad colombiana frente a la actual ola de masacres, a quienes sí se les debe endilgar una alta dosis de responsabilidad por esta escalofriante falta de empatía por ese otro representado en esos niños y jóvenes masacrados es a algunos medios masivos de comunicación, quienes, en una muy sospechosa actitud, le vienen dando un tratamiento noticioso de quinta categoría a las masacres, como queriendo lavar la cara del actual gobierno, a quien no se le pueden afear las encuestas, contratadas y analizadas por estos mismos medios, coincidencialmente favorables para la imagen del encargado en la presidencia de Colombia.

Estimado lector o lectora, cordial y respetuosamente lo(a) invito a corroborar este relato de terror. Consulte en Google sobre las masacres de los últimos años y, sin entrar en tanto detalle, se dará cuenta que las víctimas siempre fueron los indios, los negros, los campesinos… los pobres. Confirmará que en Colombia la discriminación sí tiene que ver con las masacres.

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