Incontables son los muertos que yacen en las profundidades de nuestros ríos o metros bajo tierra en alguna montaña boscosa de los campos colombianos. ¿Su delito? Pensar, apropiarse del conocimiento, valerse de la inteligencia y sus acciones para enfrentar y defender causas justas.
Pero no esas causas con las que los actores armados, de derecha e izquierda, hipócritamente llenan panfletos y asesinan a los demás, no, no esas fachadas absurdas y pusilánimes de aquellos que dicen perseguir ladrones y violadores o defender los pueblos de gobiernos fascistas dictatoriales, cuando en realidad solo tienen como misión abultar los bolsillos de ellos y sus titiriteros políticos con su ilegalidad, sin importar cuantas agonías inocentes les cueste.
No, estos muertos perdidos en el olvido o en alguna bóveda mortuoria de apiladas osamentas no identificadas, pensaban de verdad y defendían causas de verdad; los bosques, los ríos, las lagunas, la fauna, la selva, la paz… Causas colectivas, indispensables para la supervivencia de los colombianos e incluso de la humanidad.
¿De qué sirve vivir en un paraíso natural si cuidarlo te cuesta la vida? Genios en biología, sabios campesinos, indígenas ancestrales y hasta doña Cecilia, que solo le daba de comer a sus vecinos cuando la pobreza extrema de su barrio los arrojaba al espeso pantano del hambre y la escasez, todos desvanecidos bajo la sombra de las balas ignorantes de aquellos que creen que disparar a cambio de un billete va a llenar el vacío de una vida sumida en la infelicidad.
Mientras tanto, la Amazonia se llena de corrales, los ríos de mercurio y petróleo, los parques naturales de haciendas y hoteles de los privados, las calles de muerte y las voces nuestros pensadores, de miedo y angustia, en este país no matan a quien piensa diferente, matan a quien piensa, porque quien esté a favor de aquello que ocurre con nuestro país. Aún no ha puesto en práctica esa maravillosa función cerebral.
Las universidades, asediadas por la violencia de aquellos que no les conviene tener ciudadanos que visualicen la vida más allá de un puesto laboral, se esfuerzan por otorgar espacios de pensamiento crítico y reflexión, eso que paradójicamente los alienados de afuera le llaman alienación, no es más que el síntoma de pensar, de ver la realidad sin el sesgo de los medios o los tintes políticos y aunque hay que aceptar que algunos estudiantes caen en las garras de fanatismos estúpidos y tendencias políticas, son muchos más los que se liberan de ellas.
¿A dónde vamos a parar? ¿Se acabará la guerra cuando privaticen la última flor?, ¿cuando se seque el último río?, ¿cuando las lagunas sean de petróleo o el país sea de un solo individuo? Quién sabe, lo único cierto e innegable es que en este momento, en Colombia, el premio por pensar es la muerte.