En Colombia, la corrupción política nos ha quitado el placer de manejar
Aprendí a conducir a los diez años enseñado por mi padre, quien me obsequió un auto al cumplir los quince años.
Siempre disfruté manejar. Es un placer recorrer nuestros pintorescos paisajes con la total libertad de poder detener la marcha en cualquier lugar y sentirse atraído, ya sea por una bella vista o por un exquisito plato típico de los tantos que tenemos en las distintas regiones.
Al poco tiempo de separado y viviendo solo, el auto propio me comenzó a estorbar. Una vez conseguí un excelente apartamento amoblado, bien ubicado y de todo mi gusto, pero no tenía estacionamiento: debía caminar cuadras desde el parqueadero hasta mi lugar de habitación. Esto, a veces, a altas horas de la noche y/o bajo lluvia.
Decidí vender mi auto. Concluí que cuando necesitara uno simplemente lo rentaría. Era económicamente conveniente. No pagaría más impuestos ni mantenimiento, ni perdería dinero con la depreciación alta y absurda de los mismos.
Comencé a viajar con mis hijas en autos de alquiler. Las diferentes y atrayentes geografías de nuestra bella Colombia recorríamos en cada una de sus vacaciones y descansos escolares.
Fue ahí cuando comencé a descubrir la cantidad absurda de peajes que existe en nuestro territorio. Cortos trayectos y carreteras en mal estado andaban saturadas de estos cobros abusivos.
Y para rematar, en nuestros dos últimos viajes, a los pocos días de llegar a casa y haber devuelto el auto rentado, el mensaje del propietario anunciándome, algo preocupado, tres comparendos o fotomultas por exceso de velocidad.
Parece no haber control o normatividad estatal que regule los límites que asignan algunos alcaldes en sus territorios. En una misma vía, a pocos metros y en diferentes sectores, paletas con numeración distinta de los límites de la velocidad. Es absurdo y peligroso manejar de manera intermitente, bajando y subiendo la velocidad según el antojo o conveniencia de los corruptos que participan de estos contratos.
Agazapados en curvas o detrás de frondosos árboles, los miserables agentes del tránsito, funcionarios de civil o sus postes armados con cámaras detectoras de velocidad nos roban el placer de lo que es un buen recorrido.
En mi último paseo y último alquiler de auto, pagué más dinero en las fotomultas que en todo lo referente al automotor.