Lo peor que le puede pasar a una sociedad en cualquier momento histórico es que sus diferencias se ideologicen a través del odio, cuando tal insuceso ocurre no hay confrontaciones en estricto sentido por una concepción o estructura de Estado que albergue a todos como nación y restablezca la hermandad.
Se dispersa tal sentimiento de comunión y se le da paso a la debacle: el poder como referente para imponer intereses que se apartan del interés general, lo que lo deslegitima, encaminándose a la negación misma de la cohesión social.
Ejemplos nos pone la historia en cuadros que incitaron al odio mediante estereotipos que gravitan sobre la violencia. Exterminios, muros y Apartheid constituyen un ultraje a esquemas civilizados de convivencia.
Esgrimiendo una mescolanza de territorio y religión el odio de serbios ortodoxos desencadenó el genocidio contra bosnios musulmanes, estando a la orden del día disparos de francotiradores, el enfrentamiento de vecinos contra vecinos y familias divididas participando en una limpieza étnica ajena a sus expectativas.
El muro de Berlín, tan reprochable como ominoso en la forma de ver al otro, ha tenido emulaciones para desgracia de la vigencia de los derechos humanos. En particular y de actual referencia es el muro en la frontera de México-EE. UU., promesa de campaña de Trump.
Muros que se levantaron como antítesis de la cooperación. Mediando en su propuesta un mensaje de “miedo al otro”, lo que para ganar adeptos se va perfilando con ayuda de la propaganda en “odio al otro”, llevando a la exclusión y formas de rechazo social. El miedo al otro se usa como un medio para incitar al odio. Muros con contenidos psicológicos para direccionar conductas.
En términos de hoy, llama la atención cómo los opositores del primer ministro de Israel Benjamín Netanyahu proponen un gobierno amplio con componente árabe y participación de la autoridad palestina. O sea, que es posible una solución que ayude a superar el conflicto.
Vale recordar las palabras de Anwar Sadat, presidente de Egipto en Jerusalén (1977): “El 70% de los problemas entre árabes e israelíes eran psicológicos”. Como quiera que se anteponen intereses y el poder implícito, siguen los muertos (niños y ancianos), frustrándose los deseos de paz.
En Colombia abundan los muros que simbolizan el miedo, la exclusión, el rechazo al otro, facilitado por un discurso peligrosista y en el que el Estado es utilizado para la negación de lo incluyente y los doctrinantes de ese Estado represor auspician medidas de fuerza antes que respuestas a las demandas sociales de la población.
En el año de 1948, para no ir tan lejos, las clases bajas terminaron involucradas en un odio que no les pertenecía, en una confrontación fraguada desde las élites del poder, llevando ese populacho la peor parte, envueltas en un odio fomentado por colores políticos, en perjuicio de personas asesinadas, desplazadas, familias desintegradas y sin alientos de convivencia.
En esa incitación la propaganda es utilizada para crear enemigos, los cuales deben ser eliminados y debilitados, y como contraparte ganar adeptos en una pugna carente de ideología, pero pervertida por el odio al otro.
La visión del problema referido por los medios oficiales ahora es compartido por el ruido en redes sociales. El silencio de lectores y televidentes de ayer asume un rol más activo en el día a día de la noticia.
Ese cúmulo de silencios e inconformidad se ha ido reflejando en las calles a manera de protesta, el manifestante es protagonista del hecho y su difusión que se distribuye en masa. En la medida que participa muestra sus propios canales de expresión, constituyendo una rebeldía colectiva frente a la falta de oportunidades, frente a políticas públicas carentes de legitimidad y frente a la insatisfacción sistemática e histórica de necesidades.
Mientras, el engranaje del poder estigmatiza la protesta para hacer crecer el número de quienes rechazan a esos “vándalos”, cuyo mensaje es rechazarlos, y así distraer y cuestionar el derecho de protesta. Se va gestando el miedo al otro, con pretensión de debilitar la conciencia colectiva. Para hacer que esa conciencia ceda a través de la propaganda y en paralelo adherir a líderes que exacerban el odio. No se trata de acomodos y reacomodos partidistas (liberales-conservadores), sino inclinar emociones para uno u otro interés. Emocional y colectivamente se llega a extremos de agresividad que afectan la libertad.
Esa prevención o miedo al otro es caldo de cultivo para el surgimiento de redentores que cuando llegan al poder atizan la creación del enemigo, involucrando más personas.
“El vándalo”, como estigma es embutido y repetido y repetido en la opinión para maquinar formas y fortalecer factores de poder. Se configura lo que se conoce como guerra de cuarta generación: control mental de los integrantes de una sociedad. En la guerra psicológica no se conquistan territorios, sino cerebros.
¿Pero quién demonios impide el abrazo colectivo entre hermanos acá y acullá? Esos demonios siembran odios que nuestros jóvenes y futuras generaciones no entienden.