En camino a Orán

En camino a Orán

Un relato a propósito del confinamiento de unos y la necesidad de otros

Por: Ricardo Muñoz
mayo 14, 2020
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En camino a Orán
Foto: Pixabay

Andan sin rumbo por las calles vacías vencidas por la pandemia y gritan con voces desgarradoras en lamentos frente a cada edificio: "tengo hambre", "denme algo de comer", "regálenme ropa". Tú alguna vez te conmueves y accedes a sus ruegos. Te asomas al balcón y ves cómo no es una sino cuatro personas que pueden estar rondando los veinticinco años (tres hombres y una mujer en embarazo).

Desde lo alto les gritas: "¿Quieren ropa?". Te contestan que sí. Entonces les pides esperar, mientras vas en busca de algunas prendas que ya habías pensado en desechar. Introduces dentro de una camiseta todas las demás y procedes a lanzarlas desde lo alto de tu balcón para verlas caer. Pasan los segundos, que de algún modo te parecieron interminables, hasta que finalmente golpean con un ligero ruido seco el borde de la calle bajo tu edificio, a donde se dirige la mujer para ir a recogerlas.

Los hombres han permanecido en el otro costado sentados sobre el andén. Les das a todos una mirada detallada y deduces de dónde vienen. Los delatan su acento inconfundible, que es parte de sus genes culturales, y sus rasgos morenos, provenientes de sus raíces indígenas de poca mezcla con la raza blanca conquistadora venida de España, la cual se esparció sobre todos estos territorios amplios y vírgenes (primero por ellos llamados las Indias y después, descubierto su error, América), los cuales invadieron como una peste miles de veces más mortífera que la actual, devastando los pueblos nativos para reducir su población a una mínima fracción de lo que fueron antes de su llegada.

Son venezolanos llegados y diseminados por América, como otrora los españoles y portugueses, mas en esta ocasión tratando no de dejar atrás sus raíces sino la miseria con la que partieron de su patria, buscando para ella remedio, principalmente en los amplios territorios de Sudamérica... solo que la casualidad los atrapó en nuestros países en medio de esta pandemia, que muy poco les puede ofrecer. Quienes llegaron en las primeras olas de esta migración, ya están integrados y colaborando como hermanos para mitigar los incesantes daños de esta situación, que en pocos días logró paralizar al mundo, medio consiguen algo. Mientras tanto, los connacionales suyos están intentando retornar, no tanto a su país, el cual por ahora sigue sin tener que ofrecerles, sino a los rostros y abrazos amados que les puedan brindar algún consuelo ante la desesperanza de este virus llegado de las lejanas tierras de China y que ha sido devastadoramente regado por el planeta.

Ahora cada cual se resguarda en su hogar, la mayoría sin mucho que ofrecer, y cada cual transitando desde el horror en su desconcierto, buscando por Puerto —como en La peste descrita por Camus en su imaginario Orán— la indiferencia de cada uno ante el destino común, que al final sufrirá la gran mayoría: ser contagiados antes de que una vacuna pueda llegar en su auxilio. Se sabe cómo en cualquier momento el virus llegará a posarse sobre la gran mayoría y de entre ellos porcentualmente pocos sufrirán una ingrata y lenta agonía buscando aire sin lograrlo, para ir a abrazar la muerte, sabiendo cómo sus cuerpos tendrán como destino: un horno crematorio con sus cenizas, tal vez no del todo suyas, marcadas con un número, o una tumba sin lápida con igual registro de un número, sobre la cual sus sobrevivientes puedan al cabo de años ir a reconciliarse con su recuerdo.

No hay lugar a nada más por el momento. Una vez la mujer ha recogido la ropa se sienta junto a sus compañeros. Tú te retiras de la baranda de tu balcón para volver a la rutina con la que has buscado de algún modo escapar de la cuarentena, ya en apariencia inmóvil, igual en los días transcurridos como los que están por venir, cargados de segundos en una sucesión donde el tedio mintiéndote marca interminables. Sabes que debes luchar contra el mismo en pequeñas tareas para llenar de sentido tu vida, donde lavar un vaso que has usado tiene la misma importancia que conseguir la respuesta al sentido de la vida.

Han pasado algunos minutos, corriendo la cortina te asomas a la ventana para mirar a la calle. Los venezolanos siguen allí sentados en el borde del andén, o bien recostados con las manos atrás sosteniendo su espalda y sus rostros mirando al cielo, o con sus codos en las rodillas y el mentón entre sus manos. Ambas posiciones denotan gestos de súplica. Con seguridad habrían preferido recibir de ti un poco de queso, pan y algo de agua en la vieja fórmula quijotesca de combinar proteína, carbohidrato y a la vez hidratarse.

En un rato has de salir porque la alcaldía determinó, por el último dígito de tu cédula, que hoy es tu día de salir a mercar y hacer diligencias médicas o bancarias. Quieres salir caminando para dejar a tus pies saborear el pavimento y, la verdad, quieres que para ese momento ellos ya se encuentren lejos. En las calles solas cualquier cosa puede pasar, cualquiera en su desesperación puede pasar de ser víctima a ser víctimatario, y mejor, como es ahora mandatorio mantener la distancia, así todos compartamos el mismo cansancio y desesperanza.

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