Eva María Porras había sido violada cuando tenía doce años. Temiendo la reacción de su madre, guardó el secreto de su embarazo hasta que este fue inocultable. La echaron y durante aquellos últimos meses, trashumó por las casas de sus amigas y familiares lejanos. Una tarde los dolores se hicieron insoportables y como pudo llegó al hospital militar. Un médico, con las manos ensangrentadas, le mostró su bebé. Era una niña. Eva volteó la mirada y ni siquiera la cargó. Sin un beso de despedida se fue del hospital en silencio. La bebé terminó en Fana, una institución para entregar niños en adopción. Natalia, la bautizaron.
Cae la madrugada sobre San Cristóbal Norte. Natalia Van Dujnhoven se desplaza unos metros y toca la puerta de metal de una mujer que no conoce. De la que no tiene mayores referencias pero que sabe que es su madre biológica. Eva María Porras, silenciosa, abre y, después de caminar por un largo pasillo, ambas se sientan en un comedor recubierto por un mantel de plástico a seguir el viejo ritual del café con leche y la almojábana.
Natalia conoció a su madre cuando cumplió quince años. A pesar de que fue feliz en Amersfoot, la pequeña ciudad del centro de Holanda a donde llegó adoptada por una profesora universitaria, siempre estuvo obsesionada por conocer un lejano país llamado Colombia, donde vivía su progenitora.
A los 15 años le dijo a Mari, su mamá holandesa quien la adoptó cuando apenas tenía tres semanas de nacida, que averiguara por su origen. Y ella le cumplió. En un par de días la agencia holandesa que sirvió de intermediaria en 1981, se contactó con Fana y allí le mostraron la ruta para encontrar a Eva María Porras.
Habían pasado 22 años. Natalia y su familia holandesa viajaron a Colombia a conocerla. Las raíces que la aferraban a esta tierra resurgieron. Poco importó que Eva María fuera parca y silenciosa. Sobraban las palabras.
Natalia enciende su computador y empieza a revisar los nombres y las direcciones de los cientos de colombianos desperdigados por el mundo que buscan a sus familias originales, biológicas. Las únicas herramientas con los que cuenta son una cuenta de Facebook, un teléfono y una tabla de Excel. A diferencia de las agencias que cobran en dólares por encontrar sus orígenes, el pago que espera recibir Natalia es la satisfacción del encuentro de seres humanos extraviados por la vida pero que necesitan encontrarse.
Anoche, por ejemplo, contó con suerte. Maruja Piñeres buscaba a su hijo a quien dejó abandonado al nacer, cuando ella era una niña de 15 años que, desorientada, no sabía qué hacer con su vida. El tiempo pasó y ella se arrepintió de esta decisión. Lo buscó por todas partes pero nadie le pudo dar respuesta hasta que, por intermedio del Fana, se contactó con Natalia. Gracias a su red de Facebook y con los datos que le precisó Maruja, pudo saber que Nicolás Van der Vaart vivía en Amsterdam, con su pareja Gilbert Bruyneel, que había terminado con éxito sus estudios en ingeniería. Nerviosa, Maruja se puso frente al computador y con lágrimas en los ojos vio el rostro de su hijo después de 38 años. Él, parco, desatendido, contestaba con monosílabos que Natalia traducía. La madre, con el pecho agitado y los ojos húmedos, le preguntaba cuando iba a conocer su país. Él, mirando fijamente la cámara, le respondió que ya conocía su país y que se llamaba Holanda. Aunque no fue un reencuentro feliz, Maruja se va con la satisfacción que Nicolás está mejor en Europa que en la humilde casa en donde vive en Tunjuelito.
Son las seis y media de la mañana y mientras come la última de las almojábanas, Natalia mira a su madre de soslayo. Ella está levantada, desafiando las venas varices que se le marcan, impetuosas, bajo la piel de sus piernas. Natalia la acompaña.
Antes de salir al negocio de artesanías que tiene con Juan Miguel Forero, el hombre al que conoció en el 2009, cuando se asentó definitivamente en el barrio de Suba, donde ahora vive, Natalia Porras habla por Skype con Darío Adama un indígena Páez de 40 años que fue adoptado cuando tenía tres semanas por una pareja de Utrecht y que ahora es operador en un Call Center y con Isabel Yaga Oosting de 25 años, quien llegó a Heereveen con cuatro meses y que ahora trabaja con jóvenes que tienen problemas de drogadicción. Ambos están buscando sus orígenes en Colombia y Natalia es su única esperanza.
A pesar de lo caótico que es la vida en Bogotá, Natalia no extraña Holanda. Ahora además de su madre tiene su propia hija colombiana. La pequeña Susana, un motivo más para reafirmarse como colombiana. El futuro podría ser más promisorio en su país adoptivo, pero en su pequeño negocio en Suba ha encontrado su lugar en el mundo. Su obsesión: ayudar a los hijos adoptivos a encontrar sus madres biológicas para lograr en algún momento el sosiego que da finalmente saber quién se es. Una experiencia indelegable y que solo quienes la han vivido pueden, como Natalia, hablar de ella.