Incredulidad. Ese sentimiento que impide aceptar la posibilidad de que algo pueda ser diferente; lo que muchas veces enceguece, arrebatándonos del resplandor real pero casi imperceptible, parecía manifestarse en todas las miradas que, desinteresadas, se paseaban frente al astillero provisional del barrio Ramírez. “Estamos construyendo un barco”, manifestaban incansables, a todo vecino, los agitadores del parche.
El barrio Ramírez, ubicado en pleno centro de Bogotá, junto a los tradicionales barrios Egipto, Belén y El Dorado, fue construido, al igual que muchos otros barrios de esta ciudad, como una colcha de retazos. Unas maderas allí, unos plásticos allá y muchos objetos reciclados empezaron a formar un paisaje de casas frágiles y heterogéneas, de trochas vueltas calles y matorrales convertidos en hogar. Ramírez, compuesto mayoritariamente de familias recicladoras, acompañadas hasta hace poco de sus carretas y caballos, ha sabido mantenerse lejos de una violencia sin frenos que ha invadido a muchos otros lugares como este. Aquí, como en toda la ciudad, pero aún más en estos barrios marginales, la violencia existe, es palpable, se manifiesta en el ambiente. Con todo, se trata en general de una violencia pasajera, desorganizada, muchas veces inconsciente por la rabia o el dolor, que no se compara con la violencia organizada y planeada desde altos y oscuros salones.
Por ejemplo, hace pocos meses, según contaban los vecinos en uno de sus momentos de descanso, personas ajenas quisieron amedrentar a la comunidad para convertir el barrio en uno de los muchos centros de venta de bazuco, de paramilitarismo y sicariato. Los vecinos organizados y los enemigos que fueron cosechando los nuevos residentes impidieron que se mantuviera este foco potencial de conflictos y de violencias mucho mayores. Los nuevos vecinos tuvieron que salir del barrio y sus cambuches fueron derribados. Para la comunidad, esto fue una advertencia a quien lo intente de nuevo. Este episodio, sin embargo, no ha sido el único en el que la comunidad ha reaccionado, ni es la única ocasión en la que han sentido miedo. En todo momento se encuentra latente la amenaza de que vengan otros. Mas el miedo, acompañante cercano de la incertidumbre, no sólo está relacionado con la violencia, también con la incertidumbre económica, alimentaria, sentimental. De esta incertidumbre, y tal vez como ley de compensación natural, ha nacido también la templanza y la fortaleza, dos de las más comunes características de sus habitantes.
La primera impresión de quien visita por primera vez el barrio es que está hecho no sólo de materiales por otros descartados, sino que está construido sobre todos los desechos que van dejando los habitantes de esta ciudad. Seguramente por eso el color del barrio, con sus blancos plastificados, sus marrones humedecidos y sus grises calcinados, trae a la memoria, más que un lugar para habitar, la imagen de una gran bodega de reciclaje. Cada espacio allí se convierte virtualmente en un resguardo, en una bodega provisional, en un garaje improvisado para las nuevas camionetas entregadas hace poco a cambio de sus cansados caballos. Aquí todo puede servir; aquí nada se desprecia ni se desperdicia. Es en esta economía de la escasez desde donde puede ser observada más claramente esa otra economía de la abundancia y el desperdicio, dos caras de un mismo orden injusto y miserable, que los habitantes de este sector de la ciudad pueden apreciar desde estas montañas, convertidas por ahora en provisionales balcones.
A un lado de la imagen visual que proyecta el barrio, son evidentes las muchas y muy diversas necesidades de sus habitantes. Necesidades que van desde un trabajo digno para los adultos; que pasan por una salud para todos y por una educación para los más jóvenes, muchas veces invisibilizan algunas otras, también esenciales para el desarrollo de una vida íntegra.
“¿Qué tal un parque para que los niños jueguen?”
“Salao” le dicen. Vive desde hace años en el barrio. Toda la comunidad lo conoce y lo respeta. Un día pensó que era posible hacer real lo que tal vez sólo fue imaginado por otros. La lucha por un espacio vital y la cantidad de personas involucradas en esta ardua tarea han impedido el desarrollo de un lugar común, de un espacio compartido por sus habitantes, especialmente para los que van creciendo. Resguardar la vida propia y la de la gente querida se impone por encima del disfrute de esa vida, pues todo disfrute necesita de un espacio en el que pueda ser disfrutado. Un espacio así, para el regocijo de todos y todas, tan apreciado y al mismo tiempo tan lejano, fue imaginado por Salao. Convertido en un deseo, pudo encontrar a las personas indicadas que lo acompañarían, durante meses, a hacer de este deseo algo real. La idea fue construir un parque, un espacio para que los niños y niñas pudieran jugar y disfrutar de un escaso espacio verde. En el centro del parque, un gran barco, –“un barco pirata para un barrio pirata”–, en el cual se realizarían las fantasías para un mundo diferente.
No muchos creyeron que fuera posible. La mayoría de vecinos fueron escépticos frente a la posibilidad de construir un parque en medio de tanta basura y sólo con materiales reciclados, con la fuerza de las propias manos y con el entusiasmo desinteresado de personas ajenas a la vida del barrio. Salao supo convocar el amor, la inteligencia y la solidaridad que se necesitaba. El trabajo agotador y disciplinado, en medio de risas, humo y amistad, dio sus frutos. Seis meses después de iniciado el trabajo, de los escombros nació un barco, de la basura acumulada nació un parque, de la falta de espacio nació un nuevo juego; de los ojos encorvados llenos de incredulidad, resplandeció el deseo de que ese parque durara por años.
Como barco pirata que se respete, éste también tiene sus tesoros. Todos ellos serán guardados en el gran cofre de los piratas. Allí, niños y niñas, junto a aquél que quiera resguardar un tesoro personal, entregarán un objeto sagrado, muy valioso, que se mantenga como memoria de esta hazaña, de quienes la hicieron posible y de las esperanzas con las que fueron puestas sus más firmes bases.
El barco pirata del Capitán Salao es ahora la alegría de los niños, el regocijo de los colaboradores, la esperanza de los vecinos, la memoria de un hijo. El verde que renace para todos y todas en un rincón de esta apresurada ciudad. Por ello, a la lista de los piratas más recordados por sus hazañas como Barbanegra, Francis Drake, Lope de Aguirre o el Pirata Enmascarado, habrá que sumarle el nombre de este otro capitán de navío humilde pero trepidante, guerrero, esperanzado y alegre. A nuestro capitán, el “Capitán Salao”, lo recordaremos por llevar su barco a los mares inimaginables, por haber cruzado las fronteras insalvables, por atreverse a afirmar que, más allá de los límites impuestos por la desesperación y el cansancio, por la pobreza y las dificultades, hay un mar infinito en donde nuevos viajeros, como Caliche, pueden jugar a ser otros; en donde antiguos navegantes de otras aguas igual de turbulentas, como Don José, pueden cuidar de este lugar, regado con las lágrimas resueltas y los gritos desorganizados; recordándonos que, en este largo día, todavía hay mucho por hacer.
Muchos nombres y un solo resultado. En este proyecto participaron principalmente los siguientes procesos de Armemos Parche: MUTE, Golpe de Barrio y La Redada.