No me lo podía creer. Dos infracciones en cinco minutos y frente a las narices de un par de policías que conversaban en la acera y que se hicieron los de la vista gorda —estaban al lado mío y tuvieron que ver lo que vi—, sin que nadie se inmutara, excepto unos cuantos conductores afectados, era lo último que hubiera imaginado presenciar en Alemania. Primero fue un carro que venía soplado por uno de los costados de Alexanderplatz y así se atravesó la avenida, birlando el semáforo en rojo. Cerré los ojos esperando el estruendo y los abrí en medio de un pitorreo infernal, única consecuencia que produjo el incidente. Los policías, impávidos. A renglón seguido un grupo de estudiantes, no por el paso de cebra y sí con el semáforo en verde, se atravesaron por la inmensidad del asfalto, con la firme intención de suicidarse, pensé. (Después ya no lo pensé más. Comprendí que era lo normal y me aventuré a hacer lo mismo). Frenazos, bocinazos e indiferencia total de los uniformados. ¡En Alemania! Pufff.
Todavía no sabía que Berlín no es Alemania. Bueno, técnicamente si lo es; esencialmente, no. Una semana caminando la ciudad y leyéndola, y una que otra conversación con berlineses que hablaban inglés, me ayudaron a medio entender la aparente paradoja: Berlín, a pesar de ser la capital del Estado, es a su vez el corazón de un Land, un pequeño estado federal de 890 kilómetros cuadrados, que se mueve con su propia dinámica. Nada qué ver con Munich, Hamburgo, Frankfurt o cualquiera otra ciudad alemana. Incluso la idiosincrasia del berlinés, si bien tiene rasgos comunes con la de los habitantes de otras capitales —el malhumor, por ejemplo—, es muy diferente a la del resto de sus compatriotas.
Berlín es indisciplinada, desorganizada, impredecible; un crisol donde se funden múltiples manifestaciones culturales. Así como hay ciudades en el mundo que ya están terminadas: Nueva York, París, Londres —por hacer referencia solo a las que se disputan la subjetiva denominación de capitales del mundo—, a las cuales ninguna variable arquitectónica les quita o les pone, porque son lo que son y en eso radica su “sabor”, hay otras a las que la Historia las ha condenado a no ser, a reinventarse, a vivir en un continuo devenir. Y, eso, las hace irresistibles.
La hace irresistible, me refiero a Berlín, en particular.
Una Berlín unificada, encrucijada entre la Europa del Este y la del Oeste, que ha demostrado —como lo ha hecho Alemania toda— la capacidad de superarse a sí misma, desde las propias entrañas. Sin sacarle el cuerpo a sus miserias —la biografía de las naciones está plagada de ellas—, sin rendirse ante la destrucción —los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial convirtieron en cenizas el 70% de la ciudad—, sin dejarse arrancar la vida como intentaron hacerlo cuando la dividieron en cuatro tajadas para satisfacer el apetito de los vencedores (franceses, ingleses, norteamericanos, soviéticos), o cuando —la gran infamia— la partieron los soviéticos por donde les vino en gana, para saborear a solas la porción de torta que se apropiaban a costa de la separación de casas y familias. Irresistible. (Que lo diga, si no, la Unión Europea).
Así que, aunque llena de cicatrices y de asuntos por resolver —la integración no ha sido nada fácil y la inmigración, sobre todo turca, tampoco—, Berlín es una ciudad vital, que si bien no olvida lo que padeció en su tránsito de metrópoli imperial a ciudad arrasada, pasando por un siglo XX depredador, ha sabido trascender el sufrimiento gracias a la cultura y a la memoria colectiva. Pasar las páginas del dolor, sí. Cerrar el libro, jamás. Ahí está abierto, exento de morbo y de misterio, para todo el que lo quiera hojear y ojear. El Museo del Holocausto y el monumento a las víctimas del exterminio nazi que le hace hervir a uno la sangre de puro espanto; la Puerta de Brandemburgo tan majestuosa y evocadora de aquellos años en los que el tránsito estaba prohibido en los dos sentidos; el Check Point Charlie, el punto exacto donde los gringos controlaban los cuatro sectores en los que se repartieron el botín con los demás aliados; el pedazo de muro de hormigón que se conserva tal como estaba al momento de su caída, en 1989; el otro pedazo largo que, gracias a la intervención de pintores de todo el mundo, cambió su vocación de ignominia por la de la galería de arte al aire libre más grande del mundo, la East Side Gallery, detrás de la cual se atestan a tomar el sol los habitantes de la ciudad, los fines de semana; inmensos paneles al aire libre, ubicados en sitios estratégicos, con rostros y datos biográficos de muchos de los personajes que fueron perseguidos por Hitler…
En fin, recuerdos, todos. Pero eso no es todo. Berlín, cuna de la imprenta y de muchísimas otras cosas que traen las enciclopedias, es también una ciudad sede de gobierno que no teme al futuro, se nota en la cantidad de proyectos visibles; ni se frena para pintarle bigotes a las vallas de la Merkel, ni para ridiculizar a los miembros del Bundestag en grafitis callejeros; una ciudad de museos, de universidades, de investigación, de pensamiento, de turismo cultural, de festivales, de tiendas de marca, de plazas, de parques, de bicicletas, de río navegable, de carros pequeños —nada de mafionetas como las que abundan en Colombia—, de movida nocturna, de bohemia cervecera, de fuertes rasgos del Este… Es un símbolo de supervivencia, los berlineses lo saben y disfrutan.
Berlín es para comérsela, porque nada es para siempre. Aun así, es definitiva.