Disentimos de quienes opinan que el ataque y la muerte del peor de los terroristas iraníes complicó las relaciones de lo que llamamos Occidente con el fanatismo islámico y el oso soviético. Las cosas no podían estar peor. Los desafíos permanentes de Irán a quienes soñaban limitar su proyecto nuclear bastarían como prueba del aserto. Pero la suma de esa arrogancia perversa con los ataques terroristas que se suceden sin parar en todas las esquinas de Europa y el ataque a la Embajada de los Estados Unidos en Irak, que era en lo que estaba el nada bueno Soleimani, prueban hasta la saciedad que los peores días estaban por venir.
Y simplemente llegaron. Y llegaron con los Estados Unidos en la iniciativa, y no como ocurrió a la vista de todos, y de los Demócratas americanos los primeros, cuando Irán mantuvo en secuestro, y por años, a los miembros de su Embajada en Teherán. Y que su rescate fue el resultado de negociaciones oprobiosas, con un solo ganador.
Aguardábamos, y el día no estaba lejano, que Irán tuviera lista su bomba atómica y que Israel lanzara feroz ataque para impedir que todo quedara dispuesto para borrarla del mapa. Eso iba a pasar. ¿Alguien lo duda? Pues los quejosos enemigos de la acción militar de altísima tecnología, cuidadosamente preparada, se quejan porque así pudo aumentarse la tensión con Irán, y con Putin, su claro amigo y aliado.
Cuando estas cosas ocurren, vuelve a hablarse del devastador efecto que tendría un enfrentamiento atómico. Por supuesto que con esa amenaza vivimos desde Hiroshima y Nagasaki. Cuando los rusos proclamaron a los cuatro vientos que también tenían bomba de uranio o de plutonio. Cuando Inglaterra y Francia hicieron sus pruebas para acreditarse miembros del Club; cuando China, Corea del Norte y Japón e Israel tuvieron su propio arsenal, el mundo supo que podía desaparecer de un momento para otro.
Nadie sabe con exactitud cuál es el poder nuclear instalado y a disposición de cualquier loco que oprima el fatídico botón. Como hay que valerse de lo que opina algún investigador serio, nos acogemos al estimativo varias veces repetido de que ese poder operativo alcanzaría para destruir ¡15 veces el género humano!
Los que se quejan de la acción de Trump no quieren ver con quiénes estamos tratando. Pues con los mismos que son capaces de adiestrar niños para que se forren el cuerpo de explosivos y los detonen para alcanzar sin demoras la gloria y el paraíso de Alá. El fanatismo en nombre de Dios puede ser el más grave de todos, porque cierra los caminos hacia cualquier instancia superior. El que mata en nombre de Dios no tiene barreras, ni escrúpulos, ni medida. Todo está permitido, cualquier odio se justifica, cualquier locura puede verse como un acto de piedad.
Una de las más escabrosas cuestiones que restan por resolver, no es solo el asunto de la magnitud y el lugar y el estilo de la venganza. Es el tiempo en que pueda producirse. Cuando un hecho solo, como el crimen de Sarajevo, o la invasión a Polonia o el ataque a Pearl Harbor desencadena una guerra, por lo menos se sabe el terreno que se pisa. Irán no va a declarar una guerra. No tiene con qué. Pero le sobran tiempo y espacio para el terrorismo a todos los niveles, en cualquier lugar, sin pretexto nuevo, sin límites ni condiciones. Y eso es lo peor de esta historia, que abre uno de sus capítulos más dramáticos.
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Quienes ingenuamente proclamaron el fin de la Historia, no presintieron la llegada de neocomunistas, profetas de credos nuevos, verdes, socialistas de nuevo cuño...
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Los anteriores ya se conocieron. La guerra de ocho años con Irak, las amenazas sobre el Golfo de Ormuz, los actos de terrorismo a puñal o a bomba o a bala, los hemos presenciado y padecido. Pero la incertidumbre, la espera de cosas horribles que algún día llegarán, es el peor de los mundos. El que estábamos viviendo. Y el que ahora vivimos con ese peso adicional de que cualquier cosa puede pasar, ahora o mañana, aquí o en cualquier parte.
A las generaciones futuras, si sobreviven, les estamos dejando el horrendo regalo de un mundo en ebullición nuclear, acompañado de la peor expresión posible de la política: la del fanatismo religioso. Y lo más grave es que ese mundo se llena de ayatolás. Basta ver cómo trabajan y se expresan los extremistas de hoy para comprobarlo. Los que ingenuamente proclamaron el fin de la Historia a nombre de una democracia liberal triunfante, no presintieron la llegada a la escena de los neocomunistas, los profetas de credos nuevos, los apóstoles del igualitarismo, los ambientalistas, los verdes, los socialistas de nuevo cuño.
Ya no se hace política con pasión política. Se hace política a nombre de ideas mediocres, con ultramoderna capacidad para hacerle daño al que no crea en ellas. He ahí la cuestión