Como tenía cita médica a las 8:40 a.m., me levanté temprano, eso sí con la consiguiente cantaleta de mi adorable esposa: solo a usted se le ocurre hacer una cita médica el día del paro.
Por supuesto que no saqué el carro y tomé el bus a las 7:10 a.m. (como el transporte público en la ciudad es bastante bueno, para ir al centro da lo mismo tomar uno u otro).
A las 7:15 a.m. llega el bus. Las motos circulan normalmente pero sin parrillero. Hay taxis y las rutas de buses se mueven sin tropiezos.
A las 7:40 a.m. el bus está ya está lleno, pero sin sobrecupo.
A las 7:50 a.m. llego a la Avenida Bolívar. Los negocios empiezan abrir y las cafeterías ya están llenas. Paso por la Universidad del Quindío y veo en la calles circular a algunos muchachos con sus mochilas. Hay pocos automóviles particulares circulando. No veo camiones.
A las 8:10 a.m. arribo al edificio de mi EPS. Los celadores, secretarias y médicos ya están en su sitios de trabajo. Las salas de espera están llenas y los pacientes son llamados cuando llega el turno. Como no hay repetición de nombres, asumo que todos los pacientes llegaron a tiempo.
A las 8:40 a.m. mi médico me atiende de inmediato y como de costumbre me da la orden para chequear triglicéridos y próstata. Me cuenta que es de Magangué y hace dos meses está radicado en la ciudad. "Y cómo lo tratamos aquí", le pregunto. Muy bien y estoy feliz, pero en estos días alguien me gritó en la calle “go home venezolano”. El médico se ríe. ¡De resto todo bien!
Luego me pasa un formulario. "Firme aquí", me dice. "Es para justificar que usted no me permitió palpar su próstata", agrega.
A las 9:05 a.m. estoy de nuevo en la calle. Por alguna razón científica que yo desconozco, ir al médico o a una toma de sangre en el laboratorio me produce hambre. Paso por una cafetería y calmo los nervios con un aromático café quindiano y un croissant.
"Cómo está el negocio", le pregunto a la dueña. "Las ventas están normales, pero no hay gente ni carros en la calle", responde.
Paso por mi banco y pago el recibo de la luz. Todos los empleados están en sus sitios y en las cajas hay colas.
Como ya cumplí mis compromisos de pensionado desocupado, regreso al paradero de la universidad a tomar el bus de regreso a casa.
Subiendo por la avenida me encuentro en contravía con la manifestación. Ocupan un kilómetro, pero cada grupo se distancia del otro cincuenta metros. Primero, unos muchachos quemando incienso y tocando un tambor, luego el primer grupo de estudiantes y más atrás un sindicato.
Oigo una fanfarria y aparece una papayera tocando porros. El ambiente es de fiesta y me recuerda al carnaval de Barranquilla. Luego un sindicato. Más grupos gritando. Del campus de la universidad sale más gente. Las consignas son las mismas que yo gritaba desde la época en la que andaba detrás del padre Camilo Torres en Medellín.
Ahora hay una novedad y es la preocupación por preservar los páramos, pues vi dos pancartas.
Como desviaron la ruta de buses para que no pasaran por la universidad, entonces bajo dos cuadras y tomo el transporte sin tropiezos. Al llegar a casa hago un balance y saco una conclusión: los únicos que perdieron fueron los dueños de los parqueaderos, pues todos estaban vacíos.
De resto, todo bien, como dice mi médico magangueño.