"-Es lo que queda de mi madre - le dijo ella, y se anticipó a su espanto . No te asustes - le dijo-. Ella lo entiende. Más aún, creo que es la única que ya lo había entendido cuando decidió que la enterraran en la isla".
Gabo.
Hay libros que estremecen. Este es uno de ellos. En agosto nos vemos o el espejo de la tristeza inconsolable. No se sabe si es un texto liberador o de consuelo. La respuesta yace en Ana Magdalena Bach y en los huesos de su madre encerrados en un saco.
Es la historia de la mujer, de esa que raya con el medio siglo y que aún no encuentra una verdadera razón para vivir, a pesar de ser esposa, madre y trabajadora. Su desazón existencial va más allá de su rol de mujer que únicamente encuentra alguna calma cuando rompe los esquemas que hasta el momento de su viaje a una isla se lo permite.
En cierta forma es una narración para instigar el deseo de todas aquellas mujeres que en su edad madura comprenden que su vida no ha sido nada más que el cumplimiento riguroso de un rol establecido por los hombres y la humanidad desde los albores de la misma historia.
Es, en cierta forma, la versión femenina de LA METAMORFOSIS de Kafka, solo que esta vez el personaje no se convierte en cucaracha sino en carne de mujer hecha deseo. Esa mujer-isla que debe atravesar mares para poder sentir y sentirse; noche sin luna que en medio de mares de oro y palmas besadas por el viento descubre que su piel es la suma del universo.
Se descubre ante una tumba simbólica, la de su madre. Ese ser que a fuerza de equilibrio y desequilibrios cavó tumbas en sus sentimientos hasta lacerar sus propios sentidos, convirtiendola en algo más que la cucaracha kafkiana, pero imposibilitada de sentirse dueña de su propio ser. Anorgásmica e insensible al punto de ver como normal su propia negación.
Es quizá esa odisea femenina de quien se atreve a cruzar mares y mundos para tratar de encontrarse en un instante efímero de su vida. En medio de noches y tormentas que espantan y atemorizan la piel y al mismo tiempo la sacuden hondamente en cada deseo. La mujer es su propia semilla de muerte ante el abrazo solitario de una existencia que se marchita, ante su sombría sonrisa de desconsuelo y dolor.
El final es incierto y lleno de posibilidades. Como un universo alterno. Quizá de renuncia definitiva, tal vez el anhelo de enfrentar de una vez y para siempre esa soledad que la arropa en su cama matrimonial. Puede ser un inicio o tan solo la expresión de abatimiento y derrota.
Ana Magdalena Bach descubre que después de 364 días de muerte y agonía puede resucitar en una noche de lujuria y pasión, convirtiéndose en una persona distinta: libre, sin tapujos ni tabúes en "un canto a la vida, a la resistencia del goce a despecho del paso del tiempo y al deseo femenino".
La mujer que alcanza el medio siglo descubre que habita su propia isla, su mar tempestuoso, su noche oscura y sin luna. Basta con mirarse a un espejo para que se descubra en su tumba, con simples gladiolos que señalan un pasado de tedio y desamor.
En agosto nos vemos o el espejo de la tristeza inconsolable retrata con los adjetivos justos y necesarios a esa mujer que marchita y sometida se negó a descubrir las convulsiones del amor en los brazos de amores fortuitos, reservados por nuestra cultura al disfrute masculino. Una habitante de tumbas e inframundos que se expresa en ira, esquizofrenia, trastornos de control y soledad.
Ana Magdalena Bach lo comprendió perfectamente al arrastrar ese saco de huesos y culpas: "Ella lo entiende. Más aún, creo que es la única que ya lo había entendido cuando decidió que la enterraran en la isla...".