Era jueves, si mal no lo recuerdo. La calle estaba vacía a causa de una ligera llovizna que obligaba a refugiarnos en nuestras casas. Elvira llegó a mi puerta con dos niños, Eliazib de cinco años y Juan Alberto de tres. Pidió “algo” que pudiera darle. Lo dijo con la voz quebrada. No mentía: sus ojos tenían hambre. Miré a mi esposa y entendió que íbamos a proporcionarles parte de nuestro almuerzo. La invité a entrar. Siguieron y se sentaron con la timidez propia del que pisa suelo ajeno.
Elvira no es la única que, acompañada de sus hijos, llega pidiendo algo para subsistir. Hay varias razones por la que exponen a los niños a un modelo de vida tan mísero. En algunos casos el malviviente los usa como arma para asaltar la buena voluntad del vecindario; en otros, cuando hay varios menores en el núcleo familiar, los adultos salen cada uno con un infante a traficar con su propia miseria y al final del día venden lo que consiguen, y se preparan para la jornada siguiente; se dan casos cuando algún mercenario de la desgracia contrata a los pequeños y los distribuye por la ciudad para lucrarse de sus rostros magullados por la degradación, la ignorancia o la pobreza, pero, también están las Elvira.
Mientras mi esposa dispone en la cocina algo digno para poner frente a sus caras famélicas, le entrego una toalla a mi inesperada visitante. Un nudo se forma en mi vientre cuando narra una historia que he escuchado otras veces. La narrativa de la pobreza viene siempre vestida de la misma forma, lo único que cambia es el rostro de quien la cuenta.
“Los protagonistas son personas que perdieron el control de su futuro en algún desencuentro con la violencia y solo pueden reaccionar ante un presente que les obliga a hacer lo impensable, con tal de engatusar su existencia, porque, en realidad, vida no tienen”, afirma un gestor de pensamiento.
También dice: “Como si en Colombia no tuviéramos suficiente con nuestra propia versión de la violencia: dirigentes incompetentes y desalmados, la irracionalidad y falta de tacto de aquellos que configuran la opinión del ciudadano común y la ignorancia de las masas emergentes, debemos ahora lidiar con el cortejo de miseria dejado por el periplo venezolano bajo las banderas del progresismo de izquierda latinoamericana”.
Elvira no está en Colombia por gusto, no ha llegado a generar progreso, no tiene planes ni metas porque no tiene tiempo de pensar ni siquiera en su propia suerte. Cuando el hambre aprieta la mente se embota y el corazón se encoge. Ella, como miles de sus compatriotas, está en Colombia porque en su país la gente se muere de hambre, así de sencillo y grosero como suena. Esa horrible realidad que el aparato propagandístico de nuestro vecino no ha podido tapar ni siquiera con los esfuerzos de sus emisarios en mi país, por medio de los cuales intenta exportarnos su desgracia.
—A Felipe me lo mataron en la trocha, dice Elvira.
Se queda en silencio. Mira a sus hijos tratando de hablar en un idioma que ellos no puedan comprender. Quiere hablarme de lo que le ha pasado, pero no quiere atropellarlos con los detalles. Deseo conocer su historia. Miro a mi esposa para que lleve a los niños a la sala y entonces la inmigrante llora.
Felipe trabajaba como técnico electrónico, sin embargo, la gente no iba por sus electrodomésticos. Era obvio: si no había dinero para la comida menos habría para sacar televisores, equipos de sonido, lavadoras, abanicos, licuadoras… así que decidió dejar su casa llena de cachivaches al cuidado de un vecino y se aventuró al vacío.
En la trocha por donde iban a entrar a Colombia fueron objeto de un asalto y junto con tres emigrantes más fueron tragados por las arenas semidesérticas de la guajira colombo-venezolana.
—Allí se enterraron mis sueños —dice Elvira con la voz agrietada por el recuerdo.
Al escucharla decir “sueños” pienso que es una palabra muy bonita para definir una tragedia. Ella queda mirándome y parece leerme el pensamiento.
—“Sueño” —comentó—, lo llamo de esta forma porque me refiero a Felipe. Fue él el que quedó enterrado.
Hace una pausa, aprieta los labios y me mira. Mis tuétanos duelen, al punto que creo que voy a llorar, pero tomo aire y sigo escuchándola.
—Nosotros no soñamos desde hace mucho, ¿sabe por qué?
Me quedo en silencio, miro a sus dos hijos, luego vuelvo mis ojos sobre Elvira.
—Hace mucho tiempo que a nosotros la realidad no nos permite soñar.
Tres horas después Elvira se va de mi casa con una sonrisa de gratitud que paga con creces mi hospitalidad. Siento un revoltijo en mis entrañas cuando pienso que ella ayudó a establecer su propia orfandad con su participación en las urnas. Un grueso suspiro me atora. Sobre el cielo de mi país se percibe la misma amenaza por causa de nuestra desmemoria, la desvergüenza cuando culpamos a los otros por nuestras malas decisiones, la deshonestidad al elegir a nuestros gobernantes y la falta de escrúpulos de la Colombia joven que los lleva a creer que tienen derecho a tenerlo todo, pero sin tener que trabajar por ello.
Una pléyade de mantenidos que usufructuaron el dinero de sus papás sin que tuvieran que hacerse cargo ni de los platos que ensuciaban, porque fuimos una generación de padres pendejos que nos creímos el cuento de que, si los obligábamos a responsabilizarse de sus actos, los podíamos traumatizar, por eso ahora aspiran a quedarse con el dinero de los empresarios motivados por el sofisma de que a ellos el mundo les está debiendo.
Elvira estrenó su cédula votando por Chávez porque se creyó el cuento de la igualdad económica para todos. Cuando estrenó su casa sin tener que pagar “un solo real”, como dice ella, sintió que pronto les visitaría la abundancia, pero, para su desgracia, debió abandonarla y salir de su patria, porque el gobierno Bolivariano no solo democratizó bienes materiales sino también la pobreza.