Elucubraciones en medio de la crisis de la próstata

Elucubraciones en medio de la crisis de la próstata

"Quién hubiera podido pensar que él fuese una víctima del trancón por una manifestación y que hubiese decidido llamar al Escuadrón Móvil Antidisturbios". Un relato

Por: Silvio E. Avendaño C
octubre 27, 2021
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Elucubraciones en medio de la crisis de la próstata
Foto: Leonel Cordero

Quién hubiera podido pronosticar que él fuese una víctima del trancón por una manifestación de estudiantes y que hubiese sacado del bolsillo de la chaqueta el celular para llamar el Escuadrón Móvil Antidisturbios y el despeje de la vía, “porque no se puede admitir que esos revoltosos impidan la libre circulación de mi vehículo”. Era absurdo lo que sucedía, aunque, a decir verdad, si se consultan los archivos del recuerdo, él, en los años setenta, participó en el sambumbe entre estudiantes y fuerza disponible en una manifestación hacia el centro de la ciudad. A la altura de la carrera décima con calle trece, en el paso a nivel o deprimido, la fuerza disponible inició el choque. Los estudiantes lanzaron garvinches sobre el pavimento, al pisarlos los caballos trastrabillaron, uno perdió el equilibrio y cayó al fondo del cruce. En los días siguientes el diario oficial no dejó de lamentar el hecho. Un mes después, en la revista Nadaísmo, Horacio Gutiérrez Estrada escribió: "Ha muerto El Turco ¡Mierda! Cómo lloran los cuarteles la falta de uno de sus coroneles! El Congreso patrióticamente ha ordenado siete días de duelo para el pueblo y tres para el ganado. Con cenizas se cruzaron la frente los ministros y hasta al presidente. Hoy empiezan los ritos funerarios: les lavan a los cascos la sangre fresca de los universitarios. Mañana en el viento volarán las campanas, heraldos negros romperán el cielo y un sargento en Forth Nox, Héroe de Viet Nam, dirá sobre su tumba de Laureles: “Ha muerto un padre de la patria y, entonces volverán a llorar los coroneles”.

Eran otros tiempos, pensaba, mientras permanecía detenido, en la espera interminable. La multitud, al son de una chirimía, portando carteles y cantando, avanzaba hacia la plaza de Bolívar mientras los esmad luchaban por disolver la marcha de los protestantes. Se encontraba en la inmovilidad, en el ruido de pitos de autos, camiones, busetas, tractomulas, mezcladoras que querían escapar del trancón que no cedía. “Esos bárbaros que no quieren estudiar. Igual que mi hijo, el bruto metido hasta el coño en las drogas y, lo peor, mi mujer de pastora en una secta religiosa”.

 Años atrás, el mundo era diferente, él era pequeño y el cielo era azul. El pecho le ardió de fervor cuando el director del colegio le pidió devolver la bandera al estuche (una alta vitrina transparente). Fue un honor merecido. Sintió la misma emoción que el día de la primera comunión. Pero los tiempos han degenerado. No hay emoción ante la bandera, tampoco el fervor del espíritu, cuando se cantaba el himno nacional o se penetraba en el templo. Y es que el mundo se derrumba —especulaba— mientras los autos permanecían en la avenida taponada. Todo tiempo pasado fue mejor. Sí, porque en ese entonces aprendíamos de memoria el catecismo de la doctrina cristiana del padre Gaspar Astete, y llevábamos en la maleta La urbanidad de Carreño. Hoy ya no hay el amor por la bandera, tampoco las escuelas y colegios llevan los niños a misa. El civismo y la religión desaparecieron de los planes de estudio. Por eso, pienso, que hay que volver a reformar la escuela en la autoridad, la obediencia y en la religión verdadera.

Hay que ver cómo los estudiantes han vuelto las calles con sus grafitis. Es increíble el olvido de: “En la pared y la muralla solo escribe la canalla”. El centro de la ciudad, temprano en la mañana, es una vergüenza completa. Las cortinas metálicas de los almacenes pintadas con mamarrachos. Además, en cualquier espacio de los edificios hay murales, dicen que es el arte nuevo… de colores chillones. De verdad no sé qué es lo que se enseña en los colegios, cuando veo cada mañana a los pequeños con una enorme maleta a la espalda camino al estudio. Raros son los niños que van a pie y escasos quienes salen a jugar en la calle. Eso sí, todos los chicos llevan el celular.

En este atasco ni modo de retroceder, pues al mirar por el espejo retrovisor veo motociclistas con cascos y tapabocas. En mis tiempos las motos eran para llevar a las chicas de paseo, pero se han convertido en plaga peligrosa porque los motoristas no conducen por la derecha, sino que van zigzagueando a lo largo y ancho de la calzada. Gentuza que se viene de los pueblos cercanos, compran una motocicleta y forman parte del transporte urbano. ¡Consiguieron trabajo! Brazos robados a la agricultura, decía alguien hace un tiempo.

Y, plantado en la vía, sin poder avanzar ni retroceder, viene a mí el recuerdo de la vida colegial. Las clases se iniciaban a las siete de la mañana hasta el desaliento del mediodía. En las tardes desde las dos hasta las cinco. Entonces, cuando abandonábamos el colegio caminábamos para esperar a las estudiantes a la salida de los institutos. Por aquel tiempo llegaban los rumores lejanos de la muerte del Che Guevara, de la rebeldía de Camilo Torres Restrepo y algunos acetatos de Los Beatles.

Mas la carencia de agua congregó la protesta. El cultivo de flores para la exportación hizo que el caudal del río que surtía al acueducto disminuyera. Entonces, de los barrios populares la gente salió con carteles no solo por la carencia del líquido, también por la inconformidad, dados los abusos en las tarifas de energía y, para completar, el alza del transporte. De diferentes sitios de la ciudad llegaron los inconformes y, frente a la administración municipal amenazantes los tombos, armados con escudos, bastones y gases, casi como los milites romanos en las películas. La refriega duró horas y, al final la fuerza disponible no liquidó el tumulto que crecía, de manera inesperada. Fueron días duros porque el verano arreció y, eso favoreció a los revoltosos. En las asambleas populares surgió la idea de taponar la vía nacional. En aquel momento derribamos acacias y eucaliptos, atravesamos los troncos y prendimos fuego a llantas que no sé de dónde salieron. Y cuando se esperaba que llegara la policía para iniciar el boroló llegaron los soldados. La presencia del ejército despejó el taponamiento, pues los militares no se ponen con las ternuras, como lo hace la policía, sino que disparan. La multitud desde las últimas callejas de los barrios gritaban.: “Abajo el Estado represivo.”

Al terminar el bachillerato ingresé a la universidad y me convertí en militante. En los grupos de estudios aprendíamos los conceptos elementales del materialismo histórico, de la madre Marta Harnecker, Las cuatro tesis del presidente Mao, leíamos a Enver Hoxha, gritábamos contra la invasión soviética a Checoeslovaquia… Me hice parte de uno de los cuadros y, luchábamos contra los otros, con más empecinamiento que contra los liberales y los conservadores. Militábamos con los “compañeros”, “pies descalzos”, “trotskistas”, “camaradas”, “mamertos”. Y, como era de esperar ,caí en los ojos de la desgracia, los servicios secretos me incluyeron en el fichero de los subversivos. Permanecí en la guandoca durante semanas. Allí no me acuerdo quién me llevó revistas de poesía. En el encierro me aprendí de memoria el poema: "Me basta ver la Cocacola, ese vomitivo invasor, para morirme de dolor, lejos de mi tierra española. Y si en la farra disoluta bebo de ella alguna vez, grito más alto ¡hijo de puta! ¡¿qué hago yo lejos de Jerez?! Cuando de bebida tan extraña veo orinar de una botella, grito muy alto ¡me cago en ella! ¿Qué hago yo lejos de España?". Y es que hasta la poesía se ha degenerado.

Al terminar los estudios universitarios tuve enfrentamientos con el burgomaestre a partir del plan de ordenamiento territorial. Establecí relaciones con los ediles. Muy pronto me encontré con los problemas: la construcción de vías de acceso, el acueducto municipal, puentes sobre ríos y quebradas, túneles que darían paso a la llanura, escuelas y colegios públicos, electrificación de las veredas, antenas de televisión. Avancé al ser elegido al concejo municipal mientras defendía los Derechos Humanos.

En realidad, las ideas de transformación de la sociedad desaparecieron, pues la vida real me fue mostrando que la cuestión social no es de enfrentamiento, antagonismos, sino de inversiones. Además, no existía conciencia proletaria en un pueblo con mentalidad católica y acostumbrado a la servidumbre. Sobra decir que una propiedad familiar, olvidada junto a la antigua estación del ferrocarril, me dio la oportunidad de llamar a los topógrafos para lotear el terreno baldío e iniciar allí una urbanización, para lo cual necesitaba que la administración municipal me diera visto bueno a la propuesta, a pesar de las dificultades pues no tendrían agua. En las siguientes elecciones salí para la asamblea departamental… Las primeras canas y los achaques de salud aparecieron cuando me encontraba en Europa. Al volver al país un poco enfermo, fui nombrado asesor en uno de los ministerios. Aspiro ir a la OEA, que años atrás llamábamos equivocadamente: el Ministerio de Colonias del Tío Sam… Escribo en los diarios alguna columna sobre las garantías, la propiedad privada y la seguridad, lo valioso de los derechos humanos.

Pero la dicha me es esquiva, ya que mi hijo va a terminar en una clínica de reposo, en un intento para salir de la drogadicción, pero a mi mujer quién la saca de una secta de avivamiento. De pronto, un conductor de los autos vecinos me señala algo. Por estar pensando en pendejadas, me han robado las farolas del auto…, mientras parece que la policía despeja el bloqueo al carril principal.

 

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