Un fantasma recorre a toda la sociedad colombiana. Sume en sombras a la claridad más deslumbrante y es capaz de anochecer en pleno mediodía. Pocos o casi nadie se consterna con sus apariciones que ya no son esporádicas. Vino para quedarse. Cuando los fantasmas se vuelven reales, entonces es que ya estamos muertos como proyecto social y utopía aplazada.
¿Por qué el mal y su forma de expresarse como cualidad que es en resumen la maldad, resulta tan atractiva para nosotros?
No hablo de la maldad en su sentido estético. Ni en su sentido perverso y gratificante. Tampoco como desviación mental que raye en la locura.
Me refiero a la maldad como comportamiento general y aceptado. Ser malo paga. Ser tonto, bueno o ejemplar, es sinónimo de estúpido y pendejo -cuando se encuentra el adjetivo más suave- y por ello, la misma sociedad se encargará de juzgarlo desde los tribunales de la degradación social y la vergüenza.
Lo que nos ocurre en estos momentos con la maldad es muy parecido a una mutación social proclive a la eliminación del otro y a la renuncia definitiva a la tranquilidad y a la convivencia. Que medio país odie al otro medio país porque no se comparte desde el falso ideal de los guerreros y de los pacifistas; desde los profetas apocalípticos y desde los vendedores de sueños. Todos ellos, encarnan la idealización del mal desde lo opuesto de mi pensamiento mezquino y perverso.
Nada de lo que está ocurriendo es una maldición divina. Tampoco un karma social prolongado hasta las infinitas generaciones. La maldad como expresión social, resume el proyecto colectivo al que nos han arrastrado aquellos que -sin o con voluntad propia- tienen la dura tarea de moldear al país desde sus propias contradicciones y resentimientos.
La impotencia y la indiferencia frente a los malos se transforma en más maldad. Tanto de aquellos a los que todos les está permitido como a los que sienten que la licencia ha sido expedida para actuar en nombre de la maldad y de paso, nos igualamos a ellos y somos más.
No se trata de la maldad pueril a la que nos acostumbramos y que es una larga lista. Me refiero a la maldad que se vuelve patología social y que la aceptamos cerca o lejos, según la exposición a la que nos sometemos.
¿Cuándo la prensa en cualquier formato nos muestra el asesinato, el atraco, el robo, las lesiones, la corrupción y demás alteraciones de la tranquilidad, hace advertencias a los espectadores o elogia al delincuente o al asesino?
Los malos parecen que son más
y los buenos no saben contar
Ambigüedad de la comunicación que ve en la maldad una reafirmación de las taras sociales a las que nos exponemos a diario y no busca neutralizar mediante el lenguaje al mal comportamiento que se vuelve atractivo y admirable. Primero el escándalo del malo antes que el mutismo del bueno en su torre de marfil.
Mientras la maldad sea vista desde la comodidad de la prisión del hogar, desde la trinchera virtual de las redes sociales y desde el “sigiloso dron” del gran hermano que todo lo vigila, jamás nos sentiremos tocado en nuestra santidad de indiferencia.
Cuando el ejército de los malos avance sobre el campo de batalla, quizá nosotros aún ni siquiera pensaremos en la guerra o quizá estaremos en ella pero de otra forma y no del lado de los buenos.
¿Pero los buenos si será que somos buenos, o somos unos depositarios de maldad en dosis mínimas?
Cada uno de los humanos viene a cumplir su misión con una dosis exacta de maldad. Lo que varía es la forma como la administramos: unos de un solo sorbo y otros a cuenta gotas que se prolongan por toda su existencia.
Los malos parecen que son más y los buenos no saben contar.
Coda: Prefiero añorar la maldad del Caribe de mis vísceras en la letra de El Malo de Willy Colón y la voz de Héctor Lavoe: “No hay problema en el barrio/ que quien se llama El Malo, / Si dicen que no soy yo/ te doy un puño de regalo. / Quien se llama El Malo/ no hay ni discusión, / El Malo de aquí soy yo/ porque tengo corazón.”
@inaldo18