Elogio de la locura

Elogio de la locura

Por: Renson Said
septiembre 26, 2013
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Álvaro Sarmiento está sentado en el parque Santander y desde allí atiende, como un médico o un siquiatra, una larga fila de madres de familia que llegan a poner quejas de que sus hijos no se toman la sopa o no hacen los deberes escolares. Entonces Álvaro se transforma, se convierte en el “loco de los potes”, y exhorta al niño. No lo asusta (aunque el niño se asusta: esas barbas largas y sucias de Rasputín; esos ojos redondos y furiosos de becerro; esa nariz de águila tallada a cuchillazo; esa voz de estampida que espanta a las palomas; ese cabello indómito; esa ropa extravagante; el ruido ensordecedor de los potes que sacude con vehemencia, en fin. No asusta al niño) pero lo deja impresionado y las madres se van satisfechas. Luego de un tiempo vuelven agradecidas para dar al mundo el testimonio evangélico de la conversión de sus hijos a la nueva fe porque ellos han descubierto por fin los milagros caseros de la sopa caliente.

Álvaro es un cucuteño de 51 años de edad que no está loco como la gente cree. A pesar de su aspecto de manicomio crudo ha cultivado la ortodoxia doméstica: prestó el servicio militar obligatorio, estudió cuatro semestres de tecnología en desarrollo a la comunidad en el Instituto Superior de Educación Rural (ISER), de Pamplona, y abandonó sus estudios de artes escénicas en el antiguo Instituto de Cultura y Bellas Artes, porque, según sus palabras, “me estaban enseñando lo que ya sabía”. Se considera artista. Su arte consiste en diseñar un disfraz, asumir una personalidad, y desde la altura esperpéntica del personaje, fustigar a la clase política corrupta de la región. También le gusta divertir a la gente. A menudo lo contratan en asilos para adultos mayores, casas de reposo y comparsas universitarias.

Ha recorrido todos los municipios del departamento, varias ciudades del país y de la frontera y a todos ellos ha llegado como el “loco de los potes”, personaje que logró instalarse en la memoria colectiva de los cucuteños al punto de que ahora, en las fiestas de disfraces, y en comparsas universitarias, siempre hay alguien que hace la parodia de la parodia y se disfraza de Álvaro, de loco, de loco de los potes.

No es agresivo, como la loca María. No monta en burro, como Enrique, el carbonero. No tiene restaurante como la Turra Petra, ni persigue a los buses, como lo hacía Makeko, aquél personaje pintoresco que hace cincuenta años recorría las calles de Cúcuta con el bullicio estrepitoso de un tropel de cabras al amanecer.

El loco de los potes es un personaje creado por un hombre lúcido e histriónico de quien se dice además que es dueño de ocho casas en diferentes barrios de la ciudad. Otros dicen que son cinco. Yo pude comprobar que apenas son dos, pero mientras conversaba con Álvaro en su casa principal del barrio El Contento, una señora se acercó y le pidió que le arrendara una habitación “pero no en la casa del Magdalena, sino en la otra”, dijo. Entonces uno saca cuentas y ahí ya van tres. Lo que significa que Álvaro vive de las rentas y no necesita pedir dinero en las calles. El loco de los potes no mendiga. Se desplaza en bicicleta y maneja su propia caja menor que le permite invitar a sus novias ocasionales y a las pájaras de la medianoche que se extravían en el desorden de la lujuria.

Conversamos una mañana fría y silenciosa en su casa del barrio El Contento. Quería ver cómo vivía, cómo era su entorno, cómo se comportaba en la intimidad doméstica este hombre al que casi matan en septiembre del 2001.

“Ese día -cuenta Álvaro con una voz reposada-, estaba disfrazado de Cupido porque era el día del amor y la amistad. Estaba quemando la basura y un automóvil llegó en contravía y vi cuando el copiloto hizo un gruñido con la boca, algo así como: ¡pschée!: ese tipo sacó un revólver y me pegó un tiro”.

Herido, Álvaro tuvo fuerzas para entrar a la casa, sacar 20 mil pesos y salir al hospital. Tiene todavía la bala metida en la parte izquierda del abdomen. Allí se aloja como una amante despiadada con la que tiene que convivir pero que le recuerda cada segundo que coja juicio, carajo, que la vida es efímera. Álvaro cree que lo confundieron con un vecino, pero a mí me cuesta trabajo creer que tenga un vecino que se ponga alas, se disfrace de Cupido y salga a la calle pavoneándose con la más absoluta impunidad. En fin. Lo cierto es que en el tiempo que lleva recorriendo las calles como el loco de los potes ha sido insultado, vilipendiado, censurado. Una vez Donamaris Ramírez dijo que era una vergüenza para la ciudad y lo amenazó con encerrarlo tres años en un calabozo si asomaba su maldito trasero por el estadio.

Otro día lo molieron a golpes en las ferias de San Cristóbal por asustar a una muchacha: le rompieron la quijada y la cabeza y estuvo 13 días en un hospital. Luego lo llevaron a Bogotá para intervenirlo. Un médico le abrió la cabeza, echó un vistazo adentro y comprobó que no estaba loco: todo lo tenía en su respectivo lugar.

El personaje creado por Álvaro lleva treinta años en las calles. Hay gente que disfruta sus extravagancias. Hay otros que lo detestan. Un periodista, por ejemplo, al que consulté para este perfil (y pidió que reservara su nombre) me dijo:

-¡No le gaste tiempo a ese hijueputa!

Lo adoran o lo detestan, pero con Álvaro no hay término medio. Ha posado desnudo en un inodoro como el pensador de Rodin. Se ha vestido de Shakira, de político, de profeta maya. Tiene un espacio en facebook y varias entrevistas en youtube. En el año 2002 presentó su nombre en una lista para el Concejo de Cúcuta y sacó 2.269 votos.

Ha sobrevivido a palizas, encierros, escupitajos, madrazos (cuando le gritan: “maricaaaa”, él responde: “colegaaa”), sin embargo, la anécdota que más lo ha conmovido le sucedió el año pasado cuando fue invitado a la semana cultural del colegio La Salle. Allí, un niño se le acerca, le tira del brazo y pregunta:

-¡Señor, señor!, ¿usted es de verdad?

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