Cuántos perros no adoran sentir en su pelaje o en su aterciopelada lengua el sabor agrio (será agrio o amargo, no la he probado) del excremento. Eso es coprofilia, una de las filias entre las largas filas de filias creadas por los psiquiatras. Es indiscutible que aunque no somos perros, solemos tener, aunque lo neguemos, un indiscutible gusto por los bajos placeres. Entre dichos gustos, entre aquella larga fila de filias, una de las filias que me afilia a las filias es la necrofilia.
Necrofilia, gusto por los muertos o por los moribundos. Quizá adoramos a cristo no por ser el hijo de Dios, la cosa puede ser más consecuente y fácil, puede ser simplemente un gusto devorador por rondar cual moscas los bellos cadáveres que han poblado el sempiterno anfiteatro de la historia. Pero mi interés no se centra en muertos tan ilustres como Jesús, mi interés se reduce a un placer mental, donde los muertos (digamos Sartre, digamos Camus, Borges, Platón) susurran palabras implacables a nuestro oído.
¿Quién tiene el atrevimiento de leer un vivo? Ha de tener uno mucho temple para leerlos. La muerte es un bálsamo de gloria, una comunión con los dioses o puede ser también un descenso a los infiernos y en lugar de un bálsamo un fatídico baño de heces. Cualquier fragancia es mejor que el olvido, podemos oler a mil demonios o oler como un coro de Bach. Ese es otro problema, cuando se lee a un vivo su cuerpo no dispensa ningún aroma, salvo el aroma del presente, huelen a carros y a mugre, a celulares, a políticos, en fin, tienen un olor que es como mirarse uno al espejo, es como juzgarse, es como si dicho olor nos devolviera nuestra imagen en mil pedazos.
Un muerto, esos muertos que leemos o que vemos deambular por una pantalla, esos muertos sí merecen ser vistos y leídos, y si es músico, escuchado, y si es político, puteado. Pongamos por caso, para qué insultar un vivo si hay tantos muertos, tantísimos y tan malos, que pueden ser insultados. Un Hitler, un Mussolini, un Stalin, un Virgilio Barco… pero los muertos no se insultan, no deberíamos tampoco. Si acaso una somera grosería, de esas que no hieren, verbigracia: gonorrea. A uno después de haber perdido la carne y ser un decrépito costal de huesos, ¡qué le puede doler!
Y los muertos son más sabios, hay que ver el porte de un Kubrick en fotos, de un Borges, de un Che Guevara. Los muertos hablan y no son tartamudos, así el muerto en vida haya sido un impenitente tartamudo. Andrés Caicedo, aquel ilustre tartamudo en sus tiempos de vivo, que ahora, en el presente (2020) habla de modo más implacable que un versículo de una novela publicada hace una hora. Cada hora se publican libros, se dicen cosas, se ven noticias. Pero sépanlo, solo los muertos tienen derecho hablar, porque los muertos ya se han curado del presente…
Vivimos enterrados, clavados, amordazados en el lienzo de la vida. Ya no se escucha a Hemingway, ya Platón se ha desvanecido como una vana ilusión, y eso que él inventó los arquetipos. Borges, el desdichado ciego que escupe juego con palabras, el apasionado y lúcido Schopenhauer, el marihuanero ilustre Barba Jacob, el juglar bazuquero Raúl Gómez Jattin. Debemos, como humanidad, honrar con más vigor dichos muertos, en palabras pocas, procuremos volver a nuestras filias, hay filas largas de filias, y solo una se practica ahora: la coprofilia. Honremos con desmesura la necrofilia.