El encuentro prometía ser muy emocionante, pues hacía muchos años mi esposo, Hernán, mi hija, Anita, y yo habíamos conocido a la famosa Elly, y mi hijo, acompañándome en esta ocasión con dos docenas de tulipanes anaranjados en sus manos, había escuchado de labios de mi padre, Peter, la historia de Elly Blik en muchas ocasiones.
Su corazón latía con fuerza y sentía que le faltaba el aire mientras corría por las oscuras calles de Ámsterdam y al girar hacia la derecha en la esquina, esquivando los botes de basura, la fuerza de un par de brazos la lanzó hacia al interior de la casa en Baffinstraat. Escuchó el portazo y no supo más, desvaneciéndose en un sopor producido por el pánico y la debilidad.
La jovencita había logrado burlar las autoridades nazis desde poco antes del toque de queda cuando estos habían llegado al barrio Jodenbuurt, buscando a ciertos residentes judíos y, en medio de una redada violenta, sacaron a golpes a los padres y al hermano menor de Elly, de solo 6 años. Ella, de 19, había ido a visitar una amiga y, a su regreso esa noche, a dos cuadras de su casa se encontró con la dueña del kiosko de arenques, quien la alertó de lo sucedido. Se encontraba a pocas cuadras también de la Sinagoga Portuguesa o la Esnoga, como la llamaba la comunidad sefardí en el idioma ladino, pero a esas horas se encontraba cerrada; no sabía qué rumbo tomar y las lágrimas ya corrían por su rostro asustado.
Los alemanes habían invadido los Países Bajos y poco a poco las restricciones a los judíos se fueron incrementando con la ayuda de los nacionalsocialistas locales, lo cual había generado una huelga de protesta en todo el país.
La madre de Elly le había rogado que se quedara en casa y que no saliera a exponerse, pero, en su habitual rebeldía y confiada en que su cabellera rubia y su nariz respingada la protegerían una vez más, había salido desde el mediodía al encuentro con su amiga, Manja, al otro lado del canal. Nunca volvió a ver a sus padres y a su pequeño hermano y jamás supo qué fue de ellos. Se rumoraba que habían sido subidos a un camión y llevados a la estación central, y de allí, en trenes de carga a los campos de concentración de Buchenwald o Mauthausen. Nunca aparecieron en registro alguno.
Tocamos el timbre del edificio, hogar para adultos mayores y, segundos después, fuimos dirigidos hacia el segundo piso, donde se ubicaba el pequeño apartamento que compartía Elly con su esposo Daan desde hacía unos años. Con una amplia sonrisa dibujada en los labios, al recibir el bouquet de flores, exclamó sorprendida: “Son para mí?” La velada, entre anécdotas, viejas fotografías, café y las famosas speculaas, galleticas de jengibre, concluyó con la promesa de regresar a visitarlos en un futuro no muy lejano que; desafortunadamente, nunca se dio.
Poco a poco fue saliendo del estupor y el pánico, encontrándose ante el rostro preocupado de Gerrit y de su hijo Christiaan, que intentaban despertarla, sin sobresaltos, de su desvanecimiento.
Y comenzó en febrero de 1941 una historia de amor en medio de una horrible guerra donde una familia protestante acogió esa noche a la chica rubia rebelde judía en el seno de su hogar. La chispa de amor que surgió entre Christiaan y Elly se encendió de inmediato y su amor floreció con el beneplácito de Gerrit durante casi cinco años. En la primavera de 1945 los aliados liberaban la ciudad y los festejos estallaban en las calles con vivas y gritos de felicidad, pero la medicina escaseaba y la difteria le ganó la batalla a Christiaan el mismo día de su matrimonio con Elly.
Durante más de 30 años, y aún después de haberse reencontrado con Daan, su antiguo enamorado de juventud, Elly cuidó de Gerrit hasta su muerte a mediados de los años setenta.
Marzo de 2013. Suena el citófono y me informa el portero del edificio que me ha llegado un paquete y que lo acaba de poner en el ascensor. Me sorprendo, no espero encomienda alguna. Abro con curiosidad el sobre y me encuentro con una carta y un diskette.
“Querida Diana, lamento informarte que mi tía Elly falleció el mes pasado, en paz mientras dormía y sin que mediara sufrimiento alguno. Había disfrutado esa noche de una copa de helado de chocolate, con un poco de creme de menthe, su postre favorito. Te incluyo un diskette de las palabras de la familia durante la ceremonia donde varios expresan su agradecimiento a tu abuelo y a tu tío por salvar su vida.
Cariñosamente,
Bob de Vries