Fui a ver Ella (Her). Y, con cierta pena con Manuel Kalmanovitz —sabe de crítica lo que yo ignoro—, tengo que apartarme de su entusiasmo por esta película boom del director Spike Jonze. Durante dos horas —a lo mejor dura menos pero se me hizo larga— mi atención de espectadora, que no quiere que le hablen desde el momento en que se apagan las luces del teatro hasta que se vuelven a encender, saltaba de la actuación inobjetable de Joaquín Phoenix (Theodore, un escribidor de cartas ajenas; sensible, taciturno y con pocas habilidades sociales) a la ridiculez dramática que por momentos barnizaba su historia de amor —su patética historia de amor— con la voz del nuevo sistema operativo del computador (Samantha, a quien Scarlett Johansson prestó esos matices sonoros que la caracterizan, y que a tantos han seducido en la pantalla). Saltaba de una a otra sensación, como del puñado de crispetas de sal al de dulce.
Y le echaba cabeza al asunto, claro. Especialmente por la orquestación que precedió la llegada de la cinta a la cartelera: el Óscar al Mejor Guion y el aplauso casi unánime de los expertos. MK, por ejemplo, escribió en Semana: “Es una película romántica para el nuevo siglo y logra, como ninguna cinta de amor reciente, ser al mismo tiempo atemporal y del momento, hacerle un homenaje a ese sentimiento tantas veces repetido y laudado en poemas y canciones, mientras lo descubre como algo nuevo e inesperado”. Vaya, vaya. O no entendí ni mu, o estamos hablando de películas diferentes o, como decía mi hija cuando estaba chiquita, “no hagamos caso, son charruritas que dicen los papás”; los críticos, en este caso. Lo digo —respetando su opinión, por supuesto— porque, lejos de parecerme un homenaje al amor, Ella me pareció, más bien, una señal de auxilio lanzada por alguien que naufraga en el desamor, arrastrado por el falso ambiente de intimidad que crea la tecnología. Frente a las narices de sus propios compañeros quienes, no solo le siguen la corriente, sino que lo estimulan a que permanezca atrapado en esa red impersonal y deshumanizante.
Es una premonición —pensaba—, un llamado de atención sobre la soledad del hombre (del ser humano) en medio del millón de amigos que puede conseguir, gracias al internet. Amigos virtuales que, para los efectos, no tienen carne ni huesos; ni, la mayoría, nombres confiables. Pasarían por perfectos desconocidos si se encontraran en la vida que se vive fuera del ciberespacio. Es la evidencia del miedo generalizado a establecer compromisos reales con personas reales. Eso pensaba —sigo pensándolo—, sobre todo porque la fantasiosa relación en la que se involucra “Theo” no es caso aislado en el universo del largometraje, ni hace pensar al pequeño grupo de allegados que algo anda mal en el comportamiento de este señor que se va de vacaciones amorosas con “Sam”: alegre, curiosa, proactiva, acompañadora, enamorada…, un sistema operativo que se comporta —siento aguar la fiesta— tal como un grupo de programadores quiere que se comporte, con el fin de aumentar las ventas. Por eso, para hacer menos trágica esta relación tóxica entre hombre y máquina, Samantha está programada para descubrirse (entre comillas) y desarrollar sentimientos (también entre comillas), mientras una nueva versión llegue a reemplazarla. Y a despertar otros amores chuecos. Qué tal.
Menos mal el final de Ella es el que es, no todo está perdido.
COPETE DE CREMA: Yo es que prefiero el amor de siempre, el que tiene piel, el de los poetas: No salieron jamás/del vergel del abrazo./Y ante el rojo rosal/de los besos rodaron./Huracanes quisieron/con rencor separarlos./Y las hachas tajantes/y los rígidos rayos./Aumentaron la tierra/de las pálidas manos./Precipicios midieron,/por el viento impulsados/entre bocas deshechas./Recorrieron naufragios,/cada vez más profundos/en sus cuerpos sus brazos./Perseguidos, hundidos/por un gran desamparo/de recuerdos y lunas/de noviembres y marzos,/aventados se vieron/como polvo liviano:/aventados se vieron,/pero siempre abrazados. (Miguel Hernández, “Vals de los enamorados”).