Esas movilizaciones, con miles de gentes, con masas humanas gritando “resistencia”, cantando “viva el paro nacional” y bailando el “parar para avanzar”, no ocurren en Caracas, Quito, Santiago o París, sino en Bogotá, Cali, Medellín, Cartagena, Tunja, Bucaramanga o Popayán. En un país donde cualquier persona evoca fácilmente el coeficiente de Gini y enseguida anuncia que vive en uno de los países más desiguales del mundo, pero también de los más peligrosos para reclamar derechos. Por eso ocurren esas movilizaciones interminables de las que el gobierno hace caso omiso y alude a ellas para recomendar que no haya violencia, aunque en las calles la gente cree que el principal factor e incitador de violencia es el mismo estado.
Hay cansancio de la gente por el tipo de gobierno de elite, señalado de promotor del neoliberalismo y de la guerra, que empobrecen y agreden la dignidad humana, mientras estas, crean mecanismos de autoprotección útiles a no más de 500 familias asociadas a pactos de sangre, de silencio y de honor, para guardar los secretos del origen de sus enormes fortunas y sus abusos de poder. Ellas coinciden en la defensa de un ideal de república de propietarios, colonialista y con protección de derechos iguales solo para ellas, sin consideración por la marginación de jóvenes y viejos que ocupan esquinas, alcantarillas, parques o espacios públicos disputados entre informalidad, delincuencia, hambre y miseria de propios y extraños procedentes de la vecina república.
En Colombia ya no se venden esclavos, ni se acusa a los indígenas de no tener alma como excusa para matarlos, pero aún las elites se niegan a reconocer derechos iguales para todos. La población, que da vida a la noción de pueblo, es tratada como gente de segunda, a la que reconocen pero subordinada al ideal de clase, definido por apellidos y cercanías al poder. La desigualdad está tejida con estrategias de largo plazo que mantienen a las elites juntas, libres de temores y protegidas de resultar culpables por los señalamientos de violación permanente y masiva de derechos. Para los demás la promesa igualitaria y las oportunidades esperadas para realizar el sueño colectivo de la paz y la felicidad siempre está en suspenso y en espera para el futuro. Para unos hay presente, para otros un futuro incierto.
Las elites van por un lado y los movimientos sociales y los terceros excluidos de la política, por otro. Ellas ocupan los recintos y palacios de la democracia formal y se quedan ahí por ciclos largos. Los otros toman posición en las calles, por ciclos cortos, queriendo construir desde allí una democracia real, que todavía no logra componer estructuras de poder popular que impacten el modelo de las elites, que en esta coyuntura parecen debilitadas y agobiadas por tanta corrupción que se produce en el interior de sus centros de poder. Desigualdad, injusticia y hastio al tipo de poder vigente, han venido provocando una indignación creciente, con encuentro en el paro nacional del 21 de noviembre, que dio reinició a una etapa de confrontación entre elites y pueblo, que el 21N colmó las calles de más de 300 municipios, con la fuerza de un momento de rebeldía desarmada, que ya cambió la imagen de las enormes manifestaciones reiteradas y repetidas sobre las desgracias en el país vecino, por las escenas propias del país de aquí, despreciadas por los medios financiados por el gran capital, la OEA, los presidentes del acuerdo de Lima y la CAN, entre otros, que quedaron al descubierto en su condición de populistas emocionalmente confundidos y exaltados, replicantes de un doble rasero ante similares protestas, apoyadas allá y condenadas y reprimidas aquí.
Ante el temor a la ola creciente de rebeldía desarmada, el gobierno demuestra que no sabe dialogar ante adversarios, sino imponer ante vasallos. Esa es su principal debilidad que lo lleva a dejar en libertad el uso de la fuerza, mientras trata de empujar la discusión a las formas de actuación que esconden la esencia criminal de las mismas, como ocurre con el último hecho notorio, al que el general de la policía llama “omisión” de un protocolo, cuando la gente cree que hubo un intento de desaparición forzada o por lo menos un secuestro de estado. Cómo creerle al general que es un asunto de protocolos, cuando en Colombia la desaparición forzada oscila entre 80.000 y 120.000 víctimas directas del delito más abominable y cruel entre todos los delitos, cuando se ha formado a agentes del estado para conjurar, aniquilar y exterminar un modo de pensar y actuar distinto al de la clase que ejerce el poder hegemónico. La desaparición forzada comienza con un rapto, una detención arbitraria, continua con aislamiento y tortura y se sella con el asesinato y eliminación de los rastros de la víctima.
El hecho en mención ocurrió dos veces en una misma noche, entre las 7:00 y las 9:00 p.m., en medio de la protesta. El responsable el Esmad y la Policía Nacional, que aislaron encerraron y metieron a la fuerza a una joven manifestante en un vehículo particular, sin distintivos oficiales en un lugar y pocos minutos después ocurrió lo mismo con otro joven montado a otro vehículo. No resulta difícil imaginar la página siguiente del libreto, menos cuando aparece el recuerdo de que fue en el marco del paro cívico nacional de 1977, que el estado estrenó la desaparición forzada, con Omaira Montoya.
El jefe de la Policía en el caso de hoy cree que lo ocurrido es legal y lo justifica aduciendo que todo está bien, pero que el error policial fue que no se hayan terminado los procedimientos por culpa de la presión ciudadana que vio, persiguió los vehículos y obligó a la policía a liberar a sus víctimas, porque se sintió juzgada por sus actuaciones y se asustó. No puede ser correcto pensar que el tema a tratar sea indagar por el protocolo o la legalidad del hecho, dada la gravedad tanto del delito efectivamente ya cometido, como del que quedó en suspenso. Los dos jóvenes detenidos ilegalmente son estudiantes de la Universidad Nacional. Y como un mal presagio al día siguiente (11 de diciembre) entre cientos de titulares el periódico el universal destacaba que “confirman desaparición de tres personas en el Cauca” e indicaba que “estos casos se suman a lo registrado también en Corinto (Cauca), donde hay reporte de seis personas desaparecidas desde el pasado 28 de mayo”.