Todos comen del mismo plato. Aunque políticos hipócritas y periodistas mediáticos dicen descubrir el agua tibia al señalar que los contratos de prestación de servicios causan corrupción y clientelismo, no hacen nada al respecto.
Sin embargo, lo más grave es que Petro y la ministra de Trabajo van por las mismas. Conociendo el diagnóstico afirmaron que iban a acabar con esta figura, pero no lo hicieron. Ya empezaron con la dilación y la distracción para justificar su continuidad como forma velada de prestar la función pública de manera continuada en las tres ramas del Estado.
Mientras esa figura continúe en el escenario político, laboral y administrativo, esta será una democracia enferma. Llevamos treinta años con esta situación. Han pasado más de siete presidentes, congresos y cortes de justicia sin que haya un verdadero interés en eliminar esta figura. Los gobiernos simulan negociaciones sindicales para su eliminación, pero no pasa de ahí. No les conviene.
El tráfico de influencias sigue siendo el común denominador. Lo peor es que ni siquiera cuando estos contratos son realmente necesarios se diseñan mecanismos meritocráticos para la selección de quienes los obtienen. Parece que a nadie le interesa la meritocracia constitucional, ni cómo estos hacen ineficiente la administración pública, afectan el clima laboral de las entidades públicas, facilitan el tráfico sexual y electoral, y violan el trabajo decente y la dignidad humana.
Por filosofía, uno esperaría que la izquierda política garantizara valores y principios constitucionales como la igualdad de oportunidades, pero no. En nuestro país y tal vez en nuestra región, con contadas excepciones, la defensa de ciertos ideales solo es parte de un discurso que busca ganar las elecciones.