Decía un escritor europeo: “el odio es peor que la adicción a las drogas, que no se sacia ni se vence”. El odio mueve a la sociedad política y a muchos de sus dirigentes, cualquiera que sea su ideología. Nos han hecho creer que el triunfo radica en el cercenamiento del pensamiento y la voz del diferente; desconociendo que la verdadera virtud está en procurar la coexistencia de todos los seres humanos, disímiles por naturaleza. Señores políticos, ya hace 20 siglos el escritor Plutarco señalaba: “La política es el arte de sustraer al odio su carácter eterno”; pero en nuestro medio parece que la apuesta es a la inversa, eternizar el odio como presupuesto de la “deliberación” política.
Ha hecho escuela el pensar que quien gobierna se convierte en dueño de una finca, así sucede en los municipios por ejemplo. Pero en el caso de la política de alto nivel, se debería dejar un mejor precedente. Los jóvenes hoy se muestran reacios a participar en política por ese discurso monótono y retrógrado de que el bien mío está sustentado en la destruccion del otro. O es que acaso ¿Quienes pierden en política deben ser excluidos del Estado?. Esta muy bien que quien gane una elección gobierne con los suyos; pero las decisiones han de orientarse a garantizar la coexistencia armónica de todos; ganadores, diferentes y perdedores.