¡A elegir lo más ‘puro’!
Opinión

¡A elegir lo más ‘puro’!

Más que programas, la competencia gira alrededor de la personalidad de los candidatos, y casi exclusivamente de la autoproclamación del que no tiene tacha de corrupción, y acabará con ella

Por:
julio 24, 2019
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Ahora que estamos en época de elecciones de alcaldes se destaca una de las características de nuestro sistema político.

Mientras que el avance en la organización de las naciones parece depender de la fortaleza de sus instituciones, en nuestro caso lo que toma relevancia es la personalidad pretenciosa de los candidatos a gobernar.

No es solo que la presentación de un programa o de un ideario pierde importancia, sino que cada candidato se vuelve vendedor de lo que presenta como sus propias maravillas.

Antes había un abanico de ofertas que iban desde el mejor técnico hasta el más experimentado; hoy, probablemente por la coyuntura que vivimos, la competencia gira casi exclusivamente alrededor de la autoproclamación como ‘el más puro’, el que no tiene tacha de corrupción, y el que además será el que más la combatirá, el que será el caballero andante que eliminará ese dragón.

Por supuesto unos más que otros encarnan este tipo de personalidad, pero por eso quien gana es quien mejor vende esa imagen a los medios, de tal forma que ellos a su turno lo elevan cada vez más a esa categoría.

Lo grave es que en la medida que el personalismo y el modelo político (o electoral) se  concentra en la escogencia de la pretensión de superioridad moral de un dirigente, automáticamente se le da a éste un poder que trasciende a la institucionalidad y lo convierte en un tirano en el sentido político del término; es decir en un modelo que va más allá del presidencialismo -en el cual la cabeza del gobierno es solo parte de las instituciones- y le da el poder de manejarlas bastante a su antojo.

 

En  la medida que el personalismo y el modelo político (o electoral)
se  concentra en la escogencia de la pretensión de superioridad moral
de un dirigente, automáticamente se le da un poder que trasciende a la institucionalidad

 

Consecuencia de ello es que la condición de que quien gana es un servidor público desaparece y se supone que es un ser superior no solo al resto de los competidores sino al sistema mismo que se considera corrupto.

Que la llamada democracia ha perdido aceptación en prácticamente todas partes del mundo no nace solo de las deficiencias del sistema representativo (que se consolida principalmente en los políticos profesionales); tampoco lo que genéricamente se llama la corrupción es una exclusividad de ese sistema; si algo es conocido es lo que dice el dicho: ‘el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente’. Si lo que define una elección es solo la personalidad del escogido, el poder deja de ser delimitado por un marco que se le impone y es él quien se impone sobre lo que lo rodea.

Mientras la escogencia de nuestros líderes y gobernantes gire alrededor de su ‘superioridad’ moral -que supuestamente los ubica por encima de las deficiencias del las instituciones- será inevitable que sea parte de nuestra organización social la corrupción misma. Hasta llegar a la paradoja que hoy vivimos de que quien más se proclama como quien acabará con la corrupción es en cierta forma quien más legitimidad le da; su fuerza misma depende de que esta exista, y entre más grande y expandida sea esa corrupción, más se beneficia su imagen política de ello.

Si la corrupción es consecuencia de la naturaleza de nuestra institucionalidad, la elección del más ‘puro’, del que más se monte en la campaña por acabar con los ‘corruptos’, más tendencia habrá a buscar  la solución en sus manifestaciones y menos en sus causas. Se da una retroalimentación en que guiados por la retórica de la  ‘anticorrupcion’ se da prelación a la búsqueda de reprimir lo que son solo efectos en los individuos y se minimiza el ataque a sus orígenes en el sistema mismo.

 

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