Elegía a un padre muerto

Elegía a un padre muerto

Un sentido homenaje de Rosario Caicedo a su padre Carlos Alberto, quien hoy estaría cumpliendo 100 años

Por: Rosario Caicedo
junio 06, 2019
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Elegía a un padre muerto

Hoy, 6 de junio del 2019, Carlos Alberto Caicedo Arboleda estaría cumpliendo 100 años. Un siglo de vida que lo cumple estando muerto. Él, que nunca deseaba morirse, nunca. Feliz de cumplir ochenta, noventa. No llegó a los 91. Siempre, desde que yo pueda recordar, aterrorizado de la muerte, siempre con temor a “no despertarse”. La vida le dio un final justo, rápido, en paz. Ni cuenta se dio que se estaba muriendo. Eso me dijeron las personas que lo vieron morir. Murió en paz, repetían y repetían a lo coro de tragedia griega. Dijo que tenía frío. Eso fue todo, me dijeron. El todo que siempre continúa. El todo que es la vida y la muerte. El todo que fue, que es él. Escribo estas palabras recordando su legado: yo, su hija. “La Chiquita”. Así me llamó hasta el último día que lo vi. La más chiquita de los hijos que me quedaron, decía, y yo, madre de dos, lo oía y quería decirle: ¡Y sigues vivo después de todo eso! El “todo eso”, el velo mortuorio de su vida, de nuestras vidas. Uno tras otro.

"Perder hijos" —ay, ese plural de muerte que la vida le tiró como si nada—“es el dolor que nunca se acaba, que nunca disminuye, que se multiplica a creces con cada segundo de cada día”. Así me dijo un día, de visita en este país lejano donde yo vivo. Mi padre y yo frente a frente, tomando café recién hecho por mi cuando lo vi levantado, deambulando de cuarto en cuarto a la una de la mañana. El encuentro de dos insomnes. Esa fue la noche en que mi padre me dijo, palabra va, palabra viene, lo siguiente: “Tú y yo nunca hemos sido muy cercanos. Pero te puedo decir con certeza que siempre nos unirá un profundo respeto mutuo. Esa certeza, siempre en la distancia es nuestra cercanía”. Y diciendo esto me tomó las dos manos, mis manos que son sus manos: dedos gruesos, cortos, con uñas redondas en forma de una extraña luna llena. Las palabras de él, mi padre. Lo de la luna llena y lo de lo extraña.

 - Elegía a un padre muerto

Mis manos que son sus manos escriben esto para él, el padre muerto. Padre distante, frágil y valiente. Demasiado valiente.

Hoy, 6 de junio del 2019 tendría 100 años. En un seis de junio de 1944 cumplió 25 años. “El día que los aliados invadieron a Europa”. Sus palabras a una niñita pequeña. De él aprendí por primera vez esa lección de historia: guerra, playa, miles de muertos en Omaha Beach. Beach quiere decir playa en inglés y Omaha es un lugar muy lejos de aquí. El día D explicado concretamente. Los gringos acabaron con los alemanes, añadió. El día de su cumpleaños. “Tu mamá me había hecho un pastel y nos lo comimos oyendo el radio de onda corta”. El inmenso radio de mi abuelo. Al fin la guerra había llegado a su fin, sentenció mi padre.

75 años después él está muerto y ninguna guerra se ha acabado. Ninguna. Un día le dijo a uno de sus queridos amigos: “A mis tres muchachos los perdí en la batalla de la vida. No tuvieron armas para defenderse”. El amigo guardó silencio y yo tampoco dije nada. No hay palabras.

Todo esto lo recuerdo y escribo pensando en él. El padre de voz gruesa y manos gruesas. El padre lejano. El padre que nunca mostró temor de adentrarse en las causas más recónditas de su más profundo dolor.

Aquí en mi casa, hoy, acaricio sus libros y su estatua pequeña de Don Quijote. “La de Sancho se me perdió en uno de tantos trasteos, Mijita. Pero con este solo caballero te basta”. El Don Quijote solitario. Su último regalo antes de morir de una muerte justa. Más que merecida.

 

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