Si nos paramos en cualquier esquina de pueblo o ciudad colombiana, ya comenzamos a sentir el estrés político electoral de estos tiempos que se expresa con un derroche de banalidades, repeticiones y promesas tan imprecisas como comunes; se siente en el ambiente cierta simpleza publicitaria que ocupa los territorios de forma implacable.Si sales a la avenida encontrarás vallas con rostros en gran formato, abajo nombres escritos en letras grandes y una palabra o frases cortas que parecieran tener el propósito de no decir nada. Si vas de vuelta a barrios, veredas, urbanizaciones, empresas, lugares de comercio o simplemente te mueves de un lugar a otro, te toparás con el volante, el afiche, en el mejor de los casos con el periódico que redunda en colores y entrega alguna información muy básica centrada en los personalismos y egos a elegir; todo dicho en palabras ligeras, con pocas ideas, eso sí muy repetidas en slogans. Reconozcamos que así han sido casi siempre las elecciones en nuestro medio.
En otra esquina posible, la virtual, la intoxicación informativa y visual es tremenda; se ha caído en la repetición de la fórmula de que cada candidato o candidata encuentre un enemigo o enemiga en las redes sociales para posicionar sus atributos ante el electorado; de un lado está la promoción del cambio, del otro está el miedo al cambio, la negación de las transformaciones y la advertencia de que no podemos irnos por el barranco; mientras que de la orilla progresista se replica que no podemos caer más bajo y que ahora de lo que se trata es de transformar esos destinos. En medio de la algarabía poco se escuchan propuestas concretas – que no sean generalidades – para hacer camino alternativo. Se usan las redes digitales para seguir en el mismo país político, el de todos los días, con noticias falsas, enfrentamientos sin sentido, consignas engañosas. Todavía no hay debates, es entendible pues las justas electorales apenas comienzan; ojalá haya foros y espacios para examinar pensamientos, fórmulas, políticas para manejar los asuntos comunes.
¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿Desde cuándo estamos en esa lógica maniquea y demagógica?
El leviatán que nos coloniza el alma es de larga data, pero en estos tiempos se expresa de forma radical. El problema evidente es que se asume el Estado a modo de botín y no como un campo de relaciones solidarias fundamental para sostener la vida colectiva; se ha perdido el sentido de que hacerse servidor público es una responsabilidad y no una prebenda, entonces se lucha de forma bárbara por estar al frente de las instituciones como bolsa de bienes capturados para fines particulares. De ahí viene la idea de que las elecciones son cuestión de tener el dinero para las vallas, para la publicidad y para mover los votantes como sea; importa el resultado no el proceso, ¿y entonces en cuál proceso estamos? Pues en el divertimento para un pueblo al que se cree que se puede engañar, en la transfiguración de la democracia popular a manera de parodia, en la instrumentalización de “la plebe” por la vía de usar la vieja lógica del pan y el circo, promoción de acciones animadas por candidaturas a las cuales las ideas les estorban, aspirantes a reyes del mimetizaje y del ocultamiento, con un vocabulario reducido, y con mirada de turistas frente a unas sociedades locales en riesgo y agotadas en sí mismas.
Los partidos han acabado haciendo gala de una especie de bobería colectiva
La testarudez humana concentrada en pequeñas cúpulas ha conducido a que en los términos locales, cualquier calandraco o calandraca que tenga la plata para pagar una campaña nos pinte una película de héroe o heroína y haciendo de rudo o de berraca, se monte en el manejo de lo que es de todos; estamos llenos de personajes maleducados, en algunos casos con arrumes de títulos, pero sin la formación mínima para conducir los destinos colectivos, muy ocupados de cuidar las formas, pero especialmente olvidándose de los contenidos. Todo esto puede parecer un chiste flojo, el problema es que siendo flojo puede terminar floreciendo como una mala pasada para los próximos años. Los partidos han acabado haciendo gala de una especie de bobería colectiva, donde las discusiones son tan simples como quién tiene más capacidad de matonear a sus copartidarios para hacerse con las posiciones privilegiadas en las justas electorales; todo marcha un poco a la manera de las quínelas, muy cerca de las pasiones individualistas y lejos de las comunidades, de las ciudadanías y de trasmitirles algo de horizonte y esperanza.
En medio de ese panorama, seguro deben existir candidaturas que ameriten un voto reflexivo, es decir que hayan madurado en responsabilidad y buen juicio; encontrarles y votar por ellos y ellas es cuestión de vida o muerte para pueblos y ciudades de este país dolido; se trata de defender el mañana acudiendo a la sabiduría del tacto, de superar la fácil autoprotección egoísta que se camufla en gregarismos simples. En la velocidad del vivir, en la delgadez de estos tiempos, vamos a necesitar pensar muy bien en quién se depositan las confianzas para los próximos períodos de gobierno a nivel local y de los departamentos, de lo contrario este país no es viable.