Kamala Harris, la actual candidata demócrata a la presidencia de los Estados Unidos, lo ha dicho y repetido en distintos mítines electorales: “estas son las elecciones más importantes de la historia de América”. Y estoy seguro que está de acuerdo con ella en esta superlativa valoración, el público de los medios liberales que en todo el mundo considera que Trump es un fascista que representa la mayor amenaza que haya conocido jamás la democracia americana. Yo, sin embargo, me permito discrepar de esta opinión y no porque ignore que Trump es un racista y un agresivo intervencionista en los asuntos internos de los países independientes, sino porque creo que la demócrata Harris tiene muchos más puntos en común con él de lo que ella jamás está dispuesta a reconocer. Menos aún sus partidarios.
Y no me refiero solo ni exclusivamente al hecho de que, si fue Obama quien inició la ofensiva declarando Venezuela una “amenaza para la seguridad nacional”, fue Trump quien impuso la cascada de sanciones ilegales que ha mantenido Biden. Quien desde la presidencia ha reeditado, como bien sabemos, la operación Juan Guaidó, esta vez con Edmundo González interpretando el papel de presidente virtual.
Tal y como demuestra la experiencia de dos últimos años, las coincidencias entre Harris y Trump, y en definitiva entre demócratas y republicanos se producen en torno de dos asuntos de enorme importancia estratégica: Israel y China. Ambos han competido en su apoyo sin fisura a Israel en estos catorce meses de la guerra genocida de Netanyahu en Gaza y en sus ataques a Líbano, Siria e Irán. Trump, fiel a su estilo, lo ha hecho de manera estridente: ha apoyado el ataque israelí a las instalaciones nucleares de Irán. Harris, en cambio, ha jugado a la equidistancia: ha apoyado “el derecho a la defensa” que Israel utiliza como argumento para legitimar el genocidio palestino en Gaza, presentándolo como respuesta a los ataques de los “terroristas” de Hamas del 7 de octubre del año pasado. Al mismo tiempo ha llamado a “aliviar los sufrimientos de los habitantes de Gaza”. Omitiendo el hecho de que la administración Biden, de la que ella hace parte, no ha detenido ni un solo día el incesante flujo de armas a Israel. De hecho, asciende a 23.000 millones de dólares el monto del armamento enviado por Biden a Netanyahu en estos catorce meses.
En cuanto a China la coincidencia es sin fisuras. Tanto ellos, como los demócratas y republicanos, como el Deep State, el Estado profundo, coinciden en que el gigante asiático es el principal enemigo abatir. Todos ellos identifican a China como “la única potencia con capacidad de desafiar la primacía mundial de América”.
Incluso los desacuerdos públicos entre Harris y Trump en torno a la guerra de Ucrania tienen que ver con lo que llaman “el desafío de China” y su estrategia “asertiva”. Trump ha repetido, como un mantra, desde que se inició la invasión rusa de Ucrania, que si llega de nuevo a la presidencia pondrá fin a dicha guerra “en 24 horas”. Las horas que empleara en llamar a Putin y discutir los términos del acuerdo que ponga fin a la misma. Esta es una promesa por irrealizable típicamente electoral, que él podría empezar a incumplir al día siguiente de su regreso a la Casa Blanca.
Pero que podría ser más seria de lo que en principio parece si Trump, en cambio, está realmente comprometido con el propósito que anunció en un mitin reciente de “separar a Rusia de China”. Potencias a las que, como bien se sabe, ha unido en una sólida alianza la decisión de Washington de incorporar a Ucrania a la OTAN y de incumplir tanto los acuerdos Minsk 1 y 2 firmados por los rusos y los ucranianos, como de enviar al correveidile de Boris Johnson a Kiev para obligar a la parte ucraniana a romper el preacuerdo firmando con los rusos en Estambul, a las pocas semanas de iniciada la invasión rusa.
En ese sentido puede interpretarse como un primer paso la propuesta de paz en Ucrania, aparentemente mucho más realista, formulada hace poco por J.D. Vance, el candidato de Trump a la vicepresidencia. Tiene tres puntos: 1. Cese al fuego inmediato.2. Creación de una zona desmilitarizada en torno a la actual línea del frente y 3. Apertura de negociaciones de paz. Y podría ser el medio que permitiría ofrecerle a Rusia un acuerdo soterrado que intercambiaría la neutralidad de Ucrania deseada por el Kremlin, por su neutralidad en la guerra contra China o por lo menos el distanciamiento de la misma. Sería una estrategia de signo opuesto a la estrategia diseñada por Henry Kissinger y puesta en escena con el encuentro de los años 70 de Richard Nixon con Mao en Beijing. De Harris no cabe esperar nada distinto de la escalada de la guerra en Ucrania promovida por Biden.
En cuanto a la urgencia de reindustrializar a los Estados Unidos ambos están de nuevo acuerdo, porque como ha dicho un alto mando del Pentágono “no es viable ni creíble el poderío militar de una nación que no está respaldado por una sólida base industrial”. Pero las diferencias sobre cómo hacerlo y con qué hacerlo son muy importantes. Trump quiere hacerlo con una política mercantilista, mezcla de mercantilismo y liberalismo: imponer aranceles a todos los productos importados y librar de impuestos a todas las empresas industriales, tanto de capital nacional como extranjero, que se instalen y produzcan en suelo norteamericano. Es de esperar que Harris, en cambio, continúe en la Casa Blanca la misma política de industrialización de Biden que recurre a las subvenciones públicas y a los beneficios fiscales a las nuevas empresas, poniendo el énfasis en las empresas que apuesten por las energías renovables o garanticen el mantenimiento de la primacía americana en el terreno de las tecnologías de punta en la informática y la robótica. También ha apostado por la producción de una nueva generación de armamento nuclear.
Ambos coinciden también en defender a todo trance el estatus del dólar como moneda de reserva mundial, sólo que Trump es de nuevo más agresivo y propone sancionar a los países que se nieguen a hacerlo.
El terreno donde las diferencias entre Harris y Trump son irreconciliables, es en el terreno cultural.
El terreno donde las diferencias entre Harris y Trump son irreconciliables, es en el terreno cultural. Cultura en el sentido tradicional y en el sentido postmoderno. Trump, que es él mismo un patriarca, encarna los valores de la cultural patriarcal y su culto a la violencia. Y aunque no suele manifestar su oposición pública al aborto, sus resultados electorales dependen en buena medida de quienes se oponen militante al mismo. En cambio, se cuida menos de hacer públicas su oposición a las políticas ecologistas: las multinacionales gasíferas y petroleras figuran en los primeros puestos de la lista de los grandes donantes a su campaña electoral. Seguidas a poca distancia por las donaciones de la Asociación Nacional del Rifle, que defienden el derecho de los ciudadanos americanos de armarse hasta los dientes. Que actualmente tienen en sus manos 300 millones de armas de fuego.
A Harris en cambio se la considera defensora del control y la limitación de la venta de armas a civiles, del derecho al aborto (los llamados derechos reproductivos) y de todos los objetivos de la política de defensa de las identidades de género, característica de la cultura Woke.