Nunca se pudo hacer un duelo a causa de él. Comenzaba a propagarse y sin darnos cuenta iba acabando con una incomparable costumbre. Destruía el contacto, la salida, el encuentro, la cita o la simple recreación visual que provocaba desde entonces la estantería.
Creo que pasábamos el día pensando en aquel momento. Era una costumbre como un magnetismo que en la mente de chicos y grandes generaba reacciones a granel. Mientras tanto había que vivir con sosiego las actividades diarias.
Al atardecer las actividades en la escuela, el trabajo, los autobuses, el supermercado, la terraza, el garaje, pasó a paso, de lunes a viernes, desaparecían como resultado de ese raro encantamiento. Había que prepararse y buscar la mejor pinta para salir. Estaba claro que los fines de semana el asunto era diferente. Lo bueno ocurría entre semana.
Los jóvenes en medio de las clases y la escuela sabíamos que la experiencia la viviríamos en el mismo lugar, por la misma calle o en la misma plaza. Pero había que soñar creyendo que ese día, al caer la noche algo sería diferente. El gélido frío jamás impidió que esos encuentros se llevaran a cabo hasta que llego él, convertido en un monstruoso virus.
Nadie lo había invitado. Era una nueva pandemia que, aunque no causaría pánico ni angustia, nos iba a confinar durante muchas décadas en el seno de nuestros hogares. Su amenaza, sin embargo, no era advertida por los grandes medios de comunicación.
La radio era irremplazable y la televisión mostraba sus dientes. Incluso, se cree que hasta ahora nadie repara en lo que él ha causado en grandes ciudades y en pequeños pueblos, como en aquel que me vio nacer. Había para entonces mucha extrañeza y perplejidad.
Los mayores, luciendo trajes de moda en su recorrido de arriba a abajo, se veían prestos a saludar en la calle inclusive a sus compañeros de trabajo que acababan de dejar en almacenes o fabricas, en pequeñas tiendas o talleres de artesanías. También listos a saludarse con quienes no habían tenido la oportunidad de hacerlo, apenas unos días atrás. Eran momentos para el reencuentro.
En las barriadas, a esa hora, no cesaba la algarabía. Los chicos tampoco pensaban que, al arribar este monstruo tendrían que, sin remedio, ‘meterse’ en casa como animales en fuga por ataque de los depredadores.
Ese confinamiento también seria para niños y niñas que corrían tras la pelota, que se escondían unos de otros, que jugaban al futbol y gritaban sin cesar hasta que llegaba la orden de entrar. Había que arreglarlo todo para el nuevo día escolar. En los barrios nada hacía prever que el virus se extendería como verdolaga en playa.
Al llegar a España hace un año, noté que ese virus no había tocado sus ciudades y pequeños pueblos. Al morir la tarde, por ejemplo, en Valladolid, que guarda los restos de Cristóbal Colon, el invasor de nuestra América; el paseo, el encuentro, la cita, la salida, el abrazo, el saludo, estaban allí de cuerpo presente. Cientos de seres humanos, al terminar el día, invadían sus calles, como hace décadas en Colombia.
Los españoles de hoy vagamente recuerdan tiempos de aislamiento. Hablar de confinamiento para sus mayores, es hablar de algo obligatorio y símbolo de supervivencia. La crónica de la época, ha ido más allá de lo personal, siempre en lo colectivo.
Antes del COVID-19, como en una procesión, la gente inundaba las principales calles, plazas y avenidas de ciudades españolas. Como en la Colombia de antes. Como un desfile interminable de personas de todas las razas, sexo y condición después de la siesta o del trabajo o de un bocadillo en casa, paseaban por montones en aceras y calles de peatones junto a sus cercanos. Como en la Colombia de antes.
Allí, ese virus del que hablo no ha llegado por ahora. Se propagó a mediados del siglo pasado, pero estos peninsulares parecen haber superado esa mala experiencia (*se calcula que dejo al menos 250 mil víctimas). Europa entera también fue azotada por él.
En fin. Desde hace más de cuatro décadas, al llegar ese virus a Colombia, cientos de jóvenes y viejos han quedado confinados al término de las tardes. También, por estricta supervivencia.
No queda otra cosa que meterse o quedarse en casa al marcharse poco a poco el sol de los venados. Los cielos se niegan a oscurecer de golpe. En el ocaso cientos de nubes de todos los colores despiden el ruido y los paseos. Ya no se puede salir.
Los atardeceres en el altiplano colombiano son poco menos que majestuosos. Al llegar este virus de la violencia y la inseguridad el Septimazo de Bogotá ha quedado en el recuerdo. Nadie sale a caminar por la calle real. La mayoría son hoy turistas. Nadie se quiere exponer a este virus.
También se han acabado los paseos por las calles 17 y la 18 de la ciudad sorpresa de Colombia, Pasto. La plaza de Nariño que otrora albergaba a cientos de paseantes, luce a esa hora como un lugar desolado y triste. Nadie se expone. El virus de la violencia y la inseguridad ha llegado.
La carrera sexta, la única gran vía de Ipiales, ya no siente pasar a esa hora la carga hormonal de sus adolescentes, ni el despliegue de la moda entre mayores que salían a tomarse, literalmente hablando, la calle y la plaza principal.
Se ha perdido todo eso por el virus de la violencia y la inseguridad que aun azota estas ciudades y todas. Nadie controla las hordas de asesinos que pululan en campos y ciudades y que actúan en connivencia con las fuerzas del Estado. La covid19 hace lo suyo temporalmente.
También el hambre y la desigualdad han lanzado a las calles a ejércitos de atracadores y asaltantes. Nadie puede ni quiere exponerse. El confinamiento se vive en Colombia desde que otro virus, no menos peligroso e igualmente destructivo, ha hecho estragos en las sociedades contemporáneas: el virus del neoliberalismo. La noche misma es un peligro para la vida.
Al volver a experimentar esos recorridos en las ciudades españolas, mi memoria ha rescatado del fondo de los recuerdos aquellos lindos episodios de una bella costumbre. Allí, al terminar el día, ni la televisión ni los juegos electrónicos han evitado la sana costumbre de caminar, pasear y compartir en familia o con vecinos y compañeros de trabajo, en plazas y avenidas.
Antes de la pandemia que vive el planeta, las vitrinas lucían iluminadas, los bares y cafeterías estaban a reventar; las terrazas, colmadas como nunca. Era un espectáculo que veía con nostalgia. Todo esto lo tuvimos y los sentimos en Colombia antes del virus de la violencia y la inseguridad. Virus provocado, ya lo sé, y del cual seguramente y como van las cosas, nunca nos escaparemos.
Pasará ésta pandemia. Quizás, vuelva la calma. Esas calles, esas plazas, a esas horas del día, jamás serán caminadas, mientras este otro virus de la violencia y la inseguridad exista.
Un día no muy lejano habremos de sentarnos a hacer el duelo por la costumbre que se fue y por la tragedia que seguirá llegando.
(*Víctimas de la guerra civil y el Franquismo).