El viento de la patria en la bandera
Opinión

El viento de la patria en la bandera

Por:
agosto 18, 2013
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La única vez que he intentado compartir de forma conciente un orgullo colectivo y ver qué se siente al sumarse a la apropiación de las “glorias patrias” fui al garaje, escalé las cajas en las que duermen los chécheres y saqué la bandera de Colombia de su sarcófago de cartón. Como muchos, como mis vecinos, la colgué en mi puerta. Era cualquier 20 de julio con su ocio de día festivo. Grupos de familias o de jovencitos bajaron por mi calle, tan patriótica toda. Cuando yo misma fui a salir, encontré —y ya no sé si llamar a esto “sorpresa” — que a mi bandera se la habían robado. Tuve que quedarme ahí un rato, tratando de procesar el exabrupto. (“¡¿Quién se roba una bandera el día de la Independencia?!”).

Habría que reconocer aquí la estocada, elegantísima, de humor negro y espléndido cinismo que hay detrás del asunto. Como quien dice, a ese ladrón que me lo presenten.  Hasta ese día yo no sabía que la “colombianidad” incluyera en el paquete la posibilidad subversiva de semejante paradoja. —¡Qué hurto de la espada de Bolívar ni qué cuartos! Esto era beligerancia pura y sin discursos, vandalismo inofensivo del más fino—. Ardor y risita aparte, ese 20 de julio entendí por enésima vez, pero en un performance insospechado, la trastada del patriotismo. Las babas con que está pegada la coherencia del amor patrio, la grandilocuencia de helio con que pensamos en “la nación”: un proyecto que, de existir, puede irse a pique por nimiedades como esta, que puestas en otros terrenos y bajo otros poderes se vuelven de verdad graves.

Para mí el experimento de “mi patria”, que es en el fondo una forma largamente inducida de confianza en las rutinas del paisaje, en los ciclos de la tradición, en la herencia de una comunidad soñada, se volvió para siempre otro laboratorio, el de “el país”: una distancia, la desilusión pasmosa y absurda del noticiero cada noche; un lastre cotidiano, la asfixia permanente de estar ceñido a una pelea eterna entre empujar la existencia de los ideales y… “lo que hay”.

A mí, como a muchos en mi generación, me robaron mi bandera. Y lo agradecí para siempre. Como agradecí también encontrarme un día con la iracundia de Fernando Vallejo y la soberbia de su bella sintaxis, a los madrazos. Desazón. Sana incomodidad. El desarraigo de la patria es un alivio. Saberse huérfano de una congregación vaporosa, amarrada apenas por el orgullo perezoso de compartir fronteras, escapularios y pistolas, permite hacerse la pregunta de cómo participar en ese conjunto. Creo que el día en el que uno resuelva esa pregunta, ese día de epifanía, nacerá el ciudadano que uno podría ser —hay que ver después si se pueda—. Yo estoy lejos de haberlo resuelto. No puedo, ni me interesa demasiado, pelear con las fronteras. Los escapularios se los dejé hace años a las faldas inciertas del Opus Dei y a los sicarios. Y a las pistolas les hago el quite como mejor puedo: en principio no tengo una, y el resto ha sido intentar vivir con inevitable paranoia.

Cuando yo le pregunto a mis vecinos qué hay que hacer para funcionar, normalmente me contestan con que hay que insistir en el respeto por la ley y en la cultura ciudadana. Me piden que confíe en una ley que en Colombia se ha probado ineficaz y ladina, como si instaurarla fuera, al tiempo, fundar las formas de eludirla. No, no es la ley. Ni la oficial, ni la informal: la primera echa a rodar la bola de nieve de una burocracia inhumana. La otra es inhumana de nacimiento, justifica la egolatría paramilitar y que mande el más fuerte. Me piden que confíe en la cultura ciudadana, en la tradición cívica, y yo me pregunto qué clase de civismo habrá en un país que lleva décadas de ensayar cómo ser funcionalmente indisciplinado, entre el contrabando, el narcotráfico y la corrupción de los aparatos del Estado. Hace tiempos que aprendimos a vivir pasándonos el semáforo en amarillo mientras alguien estira la mano y pide su limosna.

Con el perdón, no. No confío. A mi me late que el asunto está en intentar negarse uno a su historia. Yo quisiera oponerme tercamente al cafre que me habita. Por supuesto, nadie es tan individual para eximirse de las cargas sociales sobre las que se construye la autonomía. No existe, al final, el individuo, así “absoluto”, señoreando sus posibilidades. Lo que nos queda como herederos de esas largas disfuncionalidades, de esas violencias —si es que pudiéramos salvarnos de todos los años y todos los meses y todos los días de esta “nación a pesar de sí misma” —, es apelar al ejercicio básico de la compasión. Nada de amor gratuito, sino sospechar que la vida no es fácil para ninguno. No pesarnos, no sumar al agotamiento cotidiano.

Ahora que han pasado las fiestas patrias y el carnavaleo de los años que hacen vieja a Bogotá, me imagino mi bandera, entre los chécheres de un extraño. Que se la quede. Que se arrope con ella. Que la ponga en su puerta y confíe en una cosa: yo decido, solemnemente, que no voy a ir a robársela.

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