Yo debí haber tenido 15 o 16 años cuando leí por primera vez algo escrito por El Profeta. Recuerdo perfectamente el momento en el que un viejo profesor de ciencias sociales, que jugaba al póker conmigo en las frías noches decembrinas de Sogamoso, me habló colmado de admiración y emoción acerca de un escritor nacido en Andes, Antioquia. Un poeta que, según las palabras de mi compañero de juegos de azar, “había cambiado mi forma de ver y comprender el mundo”. Algo que, por supuesto, llamó mi atención en un alto grado, porque el profe –que era como lo llamaban en aquel lugar- nunca me había dicho, ni volvió a decirme, tal cosa. Obviamente, también quedó grabado en mi memoria, como con cincel, el instante en el que él me entregó el libro de cuentos “Sexo y saxofón” del que hasta ese momento era un desconocido para mí, un tal Gonzalo Arango.
La portada del libro que me prestó el anciano, la verdad sea dicha, de arranque me pareció horrenda. No me gustó ni la foto del hombre que aparecía allí, ni la tipografía roja que permitía leer el nombre del autor de la obra literaria. Además, el libro no estaba muy bien cuidado. Tenía una mancha enorme de lo que parecía ser café o Coca Cola que penetraba, al menos, las primeras 20 hojas del mismo. O las primeras 50. No lo sé bien ahora. Y en todo caso no importa mucho. En definitiva, no fue un libro que captó mucho mi atención, desde lo estético de su fachada. Sin embargo, horas más tarde, tras volver a casa, empecé a leerlo. Y lo leía más que todo porque ese caballero solitario que me lo recomendó ya me había dado los nombres de otro tres libros y, en realidad, todos ellos me habían atrapado. Aunque no era muy difícil que eso sucediera en aquel tiempo. El veterano me había recomendado algunas de las mejores plumas que ha conocido la especie humana: Dostoievski, Paz y Proust.
Si no estoy mal ese libro fue leído por este servidor en un par de noches. Noches en las que, por supuesto, no fui a jugar al póker con mi amigo canoso, porque siempre que lo hacía volvía en horas de la madrugada a mi casa, lo que significaba que llegaba a tirarme en la cama de inmediato tras una larga sesión de ocio. De cualquier forma, esas dos noches fueron plenas y felices, gracias a la majestuosidad de la obra de Gonzalo. Las historias que plasmó en ese libro Gonzalo Arango habían calado hondo en mi ser porque –sin ser en ese momento un gran lector- me parecieron frescas, hermosas, únicas y maravillosas. Arango Fue el primer escritor maldito que conocí, y estoy orgulloso de que él haya sido el número uno en mi vida y no Verlaine, Rimbaud o Miller. Arango despertó en mí mucho interés, por lo que, desde esa época, empecé a leer su obra y a investigar acerca de lo que fue su vida, que fue el sueño de todo profesional aburrido que vive metido en una oficina y maldice día tras días la monotonía de su existencia.
Hablar de Gonzalo Arango para el tipejo que escribe esto es, como ven, sinónimo de vibración y libertad. Por eso, siempre que invito a alguno de mis amigos a que lo lean, lo primero que les digo es: “él es, realmente, el libertador de los colombianos”. Pues si algo tengo claro en la vida es que ese título no lo puede tener Simón Bolívar, porque le queda grande. Además de ser una vergüenza para los colombianos que un tipo como Bolívar, sediento de poder, oportunista, manipulador y ambicioso, ostente tan noble y hermoso adjetivo, el de libertador. Pero, volviendo a la historia de Arango y mía, y dejando a un lado las miserias de Bolívar, debo confesar que llegué a odiar que el poeta nadaísta, nuestro maldito poeta, haya sido tan libre y que se haya escapado de este mundo horrible mucho antes de lo esperado, dejando miles de hojas en blanco que nunca nadie podrá rellenar con tal arrogancia original.
Gonzalo Arango es nuestro libertador porque, más allá de que no fue perfecto, le quiso enseñar hace décadas a ese país mojigato que el fanatismo religioso es lo que lo tenía –y lo tiene- anclado a la miseria. El discípulo de Fernando González Ochoa es nuestro libertador porque intentó erradicar de la mente del colombiano ese miserable concepto de moral que mata a más personas que las FARC. El escritor nihilista, irónico, autentico y rebelde es nuestro libertador porque fue capaz de cuestionar las estructuras sociales, religiosas, políticas y artísticas, todas en manos de los mismos trúhanes de siempre, que hasta entonces eran indiscutibles e intocables. El germen del nadaísmo es nuestro libertador por el sencillo hecho de que nos enseñó a los colombianos a pensar diferente, a rebelarnos, a ser libres de verdad y a lanzar al carajo la doble moral y la hipocresía.
Escribo esto repleto de furia y tristeza, puesto que así como yo no lo conocía, y estaba próximo a graduarme como bachiller, sé que la mayoría de jóvenes colombianos tampoco lo conocen. ¿Y todo por qué? Pues porque el gobierno colombiano quiere, utilizando a su órgano de control principal -la escuela-, en medio de un acto ruin, llenarle los ojos a los más pequeños con letras escritas por Gabriel García Márquez, Rafael Pombo, José Eustasio Rivera, Miguel Antonio Caro, Eduardo Caballero, Jorge Isaacs, y otros tantos que sí “enorgullecen” a los bribones de la clase política que buscan que el tiempo borre el legado de genios odiados por ellos, como Gonzalo Arango y Fernando Vallejo.
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