Si la mayoría de sus subalternos tuvieran la mitad de la gallardía y el coraje que tiene su jefe, estoy seguro los colombianos tendríamos una mejor Fiscalía y no la muy deficiente administración de justicia que actualmente padecemos.
Así como se requiere más coraje para controlar la ira que para reaccionar con violencia ante una injusta agresión. Para perdonar que para vengarse, para intentar la Paz y la Reconciliación antes que para hacer la Guerra o vivir agrediendo a quien no esté de acuerdo con nuestro pensamiento; así mismo se necesita más valor para reconocer un error y enmendarlo que para persistir en la equivocación por simple soberbia y ciega vanidad. En esos actos de nobleza que dignifican el alma del ser humano reside el más alto coraje y se encuentra el verdadero valor de gallardía.
Muchos fiscales parecen no haberse dado cuenta del ejemplo de valor civil y autoridad moral que tuvo su jefe, el Dr. Eduardo Montealegre Lyneth cuando en un acto sin precedentes reconoció su error y en nombre de la Fiscalía pidió perdón a mí y a mi familia por la detención arbitraria a la que fui sometido por varios de sus subalternos que hoy están siendo investigados por prevaricado, fraude procesal y concierto para delinquir.
Muchos jueces parecen no conocer o prefieren ignorar la jurisprudencia de sus superiores, algunas memorables piezas jurídicas que honran el esencial respeto por los valores supremos a la libertad y a la justicia como pilares de nuestra democracia.
Si pudiéramos juzgar el desempeño de fiscales y jueces por el número de atropellos al debido proceso y a los derechos fundamentales de los ciudadanos, no solo tendríamos que concluir que esos miles de errores judiciales cuestan billones de pesos al bolsillo de los colombianos (algo más que la nómina anual que actualmente pagamos a esos mismos jueces y fiscales para que soberbiamente continúen privando injusta y arbitrariamente de la libertad a ciudadanos inocentes), sino también, que lamentablemente la justicia colombiana está administrada, con honrosas excepciones, por seres humanos que desconocen el respeto a la verdad como fin supremo de toda investigación penal y el valor esencial de la gallardía que nos obliga como personas y como ciudadanos a rectificar cada vez que sea necesario.
Cuando estos errores judiciales ocurren por ineptitud y falta de preparación, sin duda alguna desprestigian y causan grave daño a la institucionalidad, pero son relativamente fáciles de corregir; pero cuando en su mayoría (como hemos podido comprobarlo a través de investigaciones de la Fundación Defensa de Inocentes) obedecen a la soberbia, a la falta de gallardía para reconocer equivocaciones y a la ausencia del elemental respeto a la verdad como fin último de toda investigación penal, se convierten en actuaciones cobardes que colman de vergüenza y deslegitiman irremediablemente a la justicia como columna vertebral de una democracia. Tal parece ser el caso y la medula del problema estructural que no ha podido resolver el señor fiscal general de la Nación a pesar de los ingentes esfuerzos realizados para lograr una Fiscalía que le brinde una mejor justicia a los colombianos.
Cada vez que un ciudadano inocente es injustamente privado de su derecho a la libertad no son solo esa persona y su familia los afectados, sino la sociedad entera la que se ve amenazada por una administración de justicia instituida para defenderla y no para agredirla.
Con el siguiente caso, otro botón de la inmensa muestra. No es solo la estigmatizada dirigencia empresarial del Urabá y el pueblo antioqueño sino Colombia entera la que se siente agredida e indignada por la inmensa injusticia:
El señor Angel Adriano Palacios, un anciano enfermo de 78 años ha sido víctima de todos los atropellos judiciales a los que puede ser sometido un ser humano por parte de la Fiscalía: estigmatización, vulneración del principio de la presunción de inocencia, violación al debido proceso y falta de garantías procesales para defenderse en términos normales, incumplimiento al principio de investigación integral por negación y dilación en la práctica de las pruebas favorables al procesado — ley 600 del 2000—, desarraigo que a su edad, situación física y mental constituye tortura, violación a sus derechos fundamentales a la salud y a permanecer en condiciones de reclusión que no constituyan peligro para su vida, entre otros. Lleva nueve meses injustamente privado de su libertad en la cárcel Modelo de Bogotá, al parecer por el único delito de ser negro; si, así como lo digo, por el único delito de ser negro porque hoy no existe en su contra la más mínima prueba de responsabilidad penal, ya que los fiscales que recientemente recaudaron las 67 pruebas solicitadas desde hace más de seis meses pudieron establecer de manera directa e inmediata que el anciano negro fue puesto preso con base en testimonios falsos rendidos, varios de ellos, por falsos reclamantes de tierras que confesaron haber mentido a cambio de promesas.
De continuar la privación injusta y arbitraria de la libertad de este ciudadano (después de haber demostrado su total y absoluta inocencia) la Fiscalía muy probablemente cargará sobre su desacreditada imagen la doble y vergonzosa responsabilidad de mantener preso y sin pruebas a un hombre inocente, y otra peor, la de someter hasta presionar la muerte en prisión de un anciano enfermo cuyo único delito fue ser negro en tiempos de una Fiscalía sombría donde prevalecen oscuros intereses a los fines sublimes de encontrar la verdad y administrar justicia.
Presidente Fundación Defensa de Inocentes
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