“Si me enamoro me verán entristecido,
Porque mi suerte tiene alma de papel;
Me ponen triste tantos sueños ya perdidos,
Amores buenos que murieron al nacer”.
Fragmento de “Noche Sin Lucero”, de Rosendo Romero.
Un tipo que como Rosendo Romero dice que su suerte tiene “alma de papel”, es un poeta con todo y la fatalidad propia de ese oficio. Y el vallenato, indudablemente, es poesía en su estado más puro, más simple y más sincero. El vallenato está investido de una poesía que resulta inobjetable, que taladra el alma de los parranderos trasnochadores, que casualmente son los blancos más fáciles para las canciones con ínfulas de eternidad. Es que estar enamorado y consumiendo licor a las tres de la mañana es el estado ideal para sentirse infinito. Se necesita estar borracho para tener la certeza de que “En la noche infinita, estrellas llorarán”, como en el Camino Largo de Gustavo Gutiérrez, incluso a sabiendas de que seremos nosotros quienes tarde o temprano lloraremos.
Por ello, confesar que vinimos al mundo “Buscando la luz que iluminara mi alma y la encontré en tus ojos”, lejos de ser una cursilería trasnochada, es una confesión de poeta de pueblo, tan frustrado como enamorado, una viva imagen de Jacinto Vega Gutiérrez, un compositor de la Junta (La Guajira) poco conocido quien tuvo el buen tino de crear una de las más bellas frases que jamás haya creado un ser humano: “No sé lo que tenían tus labios, pero mi pasado se murió en tus besos”. Y es que sólo desde la fantasía de la poesía vallenata se puede comprender que un ciego de nacimiento, como el maestro Leandro Díaz, le componga una canción-venganza a una gordita de la cual prefiere alejarse “Por un sendero guajiro, de esos que en noches de luna el alma canta y se inspira”. ¿Cómo diablos sabe un ciego cómo es una noche de luna en un sendero guajiro?
Que la soledad y el silencio son amigos puede sonar a perogrullo, pero sólo imaginar que sea la soledad quien precisamente venga a calmar las penas de un alma llena de horribles tormentos, parece una contradicción que se explica sola cuando el mismo Ángel Alfonso Molina –autor de la canción- le confiesa al cronista Fausto Pérez Villareal que se inspiró cuando vio volar una gaviota en el Caribe entrañable que nos puebla. La explicación contenida a renglón seguido en la misma canción “El Cóndor Legendario”, es casi tan obvia como poética: “Soy un hombre solitario/ confundido en mis lamentos”. Y esa confusión es poesía, tal vez porque de aquellas horas grises de las mentes enrevesadas salen las certezas más humanas, al fin y al cabo la poesía no es otra cosa que la certeza de estar vivos.
Con frecuencia, la poesía contenida en el vallenato es de un histrionismo superlativo, como la afirmación de Hernando Marín en Lluvia de Verano, quien con afectación casi teatral dice que “Las penas que me ardían dentro del pecho/ de penas y sufrimientos se acabaron”. ¿Existen penas tan fuertes que se extinguen en sí mismas? Y para que no se diga que la poesía y la fatalidad no van ligadas, quizás en un giro digno de Shakespeare, la realidad terminó por convertir en mito la canción que fuera popularizada por Diomedes Díaz, quien en su grabación hizo especial énfasis en la alusión del autor a su amigo Lisímaco Peralta, aquel que cambió de “comedero”, y quien terminó muerto a manos de los hermanos Guerra y sus acompañantes durante una fiesta en Las Flores, pueblo natal del finado, y luego de que Diomedes Díaz hubiese entonado en su honor varias veces durante la noche Lluvia de Verano.
Ante la imposibilidad de tocar físicamente a aquella mujer prohibida, el gran Gustavo Gutiérrez en la canción Te Quiero Porque te Quiero, optó por hacerlo de otra forma, así que escribió “…como estoy enamorado/ mi canto te toca…”, lo cual era apenas lógico si le confiesa que “El día que nos conocimos/ la tarde durmió su encanto,/ Valledupar te cantaba” porque en la poesía vallenata hasta las ciudades cantan enamoradas.
La mente de todo poeta, y los compositores vallenatos no son la excepción, es un eterno transitar de la oscuridad a la felicidad. Chiche Maestre hace una fotografía nítida de esos momentos en “No Era El Nido” cuando le pide a una esquiva dama “Baja la luna y alumbra/ la niebla de mi alma”. Son muy pocas las canciones y/o poesías que describen tan prolijamente la dependencia de alguien para la propia felicidad, como en esta canción de Maestre; más adelante, ruega con insistencia “Préstame un poco de nubes/ cargadas de lluvia, mujer/ pa' regar mi alma desierta/ que perdió su sombra/ un amanecer”. Pero resulta, como paradoja del destino, que suele suceder que los compositores vallenatos se enamoran rápido, así que reencontrar la sombra perdida del alma es cuestión de unos días, pues en una parranda cualquiera la veremos con cuerpo de ensueño y ojos enigmáticos. Y allí volverá el sol resplandeciente.
Es el arte, y muy especialmente la poesía convertida en música, lo que salva nuestras almas de esta balacera que es la vida, por decirlo parafraseando a Fito Páez. Por eso, no se puede entender cómo hemos caído tan bajo que alguien desde un frío escritorio en Bogotá decidió que se debía proscribir la poesía del vallenato y, con la obediencia que solo logra el dinero, en mala hora muchos le obedecieron. El mío seguirá siendo un vallenato de entraña, un vallenato de alegría, amor y desamor, porque al fin y al cabo cantar vallenatos no es otra cosa que ir y volver del amor, como la vida misma.