La ignorancia no depende de la carencia de algún tipo de conocimiento disciplinar, es ignorante la persona que sabiendo de dichas carencias se atreve a pontificar sobre lo divino y humano con cualquier comentario superfluo y vacío de real contenido a nombre de la libre opinión, equiparándose a una idea que nace del juicioso y recto ejercicio de la razón.
Cualquier individuo se siente hoy con la misma autoridad de emitir teorías a la altura de aquellos hombres y mujeres que se dedicaron y dedican toda la vida a generar conocimiento en el estricto sentido de la palabra, peor aún, muchos se atreven a criticarlos y hasta a difamarlos con burlescos comentarios que lo único que hace es envilecer a los falsos poseedores de conocimientos sustentados en simples doxas si es que a ello llegara.
Los aportes de las grandes mentes a la humanidad no nacen por generación espontánea. Han sido producto de incansables horas de sacrificio y entrega a dichas empresas. Ponen los pontífices de la opinión en duda, el conocimiento mismo, y el legado de disciplinados y dedicados hombres y mujeres que se consagraron a estos elevados quehaceres, un legado que ha sido un regalo para toda la humanidad.
Poner en duda los cimientos de nuestra cultura es un deber, es sano; no es válido aceptar a ciegas las verdades construidas sin ninguna posibilidad de poder levantar la mano y pedir la palabra. Sin embargo, ¿podría un simple mortal poner en jaque un sistema de conocimientos bien estatuidos a partir de sofismas, falacias y doxas sin ningún tipo de sustancia?, ¿tan sencillo y básico es construir el conocimiento?, si fueran afirmativas las respuestas, ¿para qué entonces tanta exigencia y esfuerzo?
Algunos individuos no llegan al punto de patear indolentemente el sistema de cosas, otros, en una posición cobardona muestran un escepticismo vulgar que niega a rajatabla cualquier posibilidad del conocimiento, también sin un argumento válido, pues, al decir de ellos, ningún ser humano por erudito que parezca, se puede acercar al menos un tris a esa realidad que trasciende nuestros sentidos. Otros, menos pretenciosos prefieren guardar silencio, callar, algo que en fin es mucho más sensato y sabio que el ruido perturbador y turbulento de las palabras disparadas en desorden y que agobian nuestra conciencia.
El acto de callar sobre lo que no se sabe es realmente heroico, valiente, brillante y honesto. Es sabiduría en su más pura esencia. Allí no habita la ignorancia, hay verdadera erudición, pues esa conciencia de la carencia que hace comprender el límite como ser intelectual, las limitaciones en la posibilidad de comprender esta realidad lleva a reconocer que no todo está bajo nuestro control (¡y qué mejor ejemplo que esta pandemia que nos tiene aislados del mundo exterior!); enseña que, a veces, el grandilocuente creador de teorías vanas, que no son propiamente las del conocimiento, es un ser perdido en las turbias aguas de un pseudosprache con un centímetro de profundidad y del que no saldrá victorioso ante la ciencia en su esplendor, porque su retórica barroca, opulenta de nadería está atada a él como una piedra que le hunde en los insondables abismos de la nada, entendiéndola como la oscura y espesa esencia de la carencia de desarrollo intelectual serio y juicioso. Una espesura sin contenido consistente.
El acto de callar no es necesariamente equivalente a otorgar, también puede ser un mensaje que comunique que, si bien la ciencia y el conocimiento en general, se defienden y sostienen en el lenguaje, (y así deberá ser siempre, pues, de otra manera sería imposible su existencia) no todo se puede convertir al lenguaje, no todo se “lenguajea”, en el acto de callar, de guardar silencio también hay ideas, en ese acto, está la necesidad de ir tras ellas como en un trance voluntario que me genera curiosidad extrema, y que no es posible exteriorizar o traer del interior de nuestro ser.
Guardar sabio silencio, en medio de este desenfreno violento del arrebato “lenguajeante”, es arrancar de las manos del caos en que estamos viviendo como sociedad, un tris de paz.
La ignorancia acusa al que calla de ignorante e iletrado. El que alardea de su “lenguajear” se encumbra y se adueña de un mundo de barullo, y lo confunde con el noble conocimiento. Un ejercicio trágico de “vanerías” que no pueden de-velar el fenómeno en su esencia misma, por la misma vacuidad en que se desarrolla.
A diferencia del conocimiento verdadero (que no incluye solo al conocimiento moderno-occidental, e incluye a todas las epistemologías del sur en igualdad de condiciones), producto de la reflexión y toda la gama de formas de acceso a él, las palabras artificiosas están soportadas por un discurso vestido con un ropaje hecho a la medida del prejuicio del “lenguajeador” opinante. Lo único cierto para este profesional de la doxa es que frente a sus ojos solo hay la impresión de un fenómeno, una realidad cubierta, que este intenta descubrir con ruidosos matices sonoros velados de palabras. Estas intentan describir una realidad de la impresión, pero, el sujeto tiene tan pocos recursos, que indefectiblemente lo aboca a equivocarse en su ejercicio. No tiene elementos conceptuales sólidos, sus teorías poseen un aspecto gaseoso, son insostenibles y se difuminan después de dejar una humareda tóxica en el ambiente.
Hoy en medio de la crisis que vivimos deberíamos aprender a guardar silencio por algunos momentos. Permitir a la ciencia hacer el papel que le corresponde. Dejarla pensar y producir con el apoyo financiero que sea necesario desoyendo los gritos de quienes creen que por encima del ser humano está el sistema productivo y económico. Poner una mordaza a los políticos que se han dedicado a ser “lenguajeadores” opinantes y sin ninguna vergüenza aprovechan esta crisis humana y sanitaria para hacer política y tratar de ganar adeptos a costa de lo que sea, con posturas que ratifican la necesidad de guardar silencio para despejar el panorama y bajar la polarización que nos tiene adormecidos, anestesiados.
No es que se quiera limitar la opinión de la oposición, ni más faltaba, yo mismo me encuentro dentro de ella, pero, para hacerla con seriedad, primero hay que vaciar el vaso de agua sucia y llenarla con la cristalina, limpia y suave que viene del nacimiento. Callar un momento, guardar silencio, oxigena, nos ayuda a encontrar un buen nacimiento de agua, y todos ellos son apacibles y serenos porque no son torrentosos ni sedimentados y turbios como los cauces intermedios y finales de los ríos, sino, que son pequeños y suaves brotes, transparentes y mansos, y allí nacen las nuevas ideas.
Se perfecciona nuestra oposición a lo que consideramos es un error de nuestros gobiernos, y los gobiernos, también en un ejercicio de silencio responsable, trabajar más, balbucear menos su retórica inculta; actuar para aplanar la curva no solo del coronavirus sino de la epidemia de la polarización, y hacer caso a la comunidad científica que es la que se dedica a leer la realidad de la pandemia dentro de nuestro territorio.
Es Simple, y aunque la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, no es precisamente un ejemplo de gobernante que se precie de ser diplomática, ni tiene el silencio y la necesidad de callar como virtudes lo que la hace ser, muchas veces, una “lenguajeadora” opinante extremadamente salida del tono, (ejemplo claro lo que dijo al oponerse a la apertura de El Dorado), me sumo a una frase, sabia, por cierto, y por cierto también la única de ella que clasifica en esta jerarquía: “Para hacer política tenemos toda la vida”.
Callemos, guardemos silencio, despejemos el ambiente del barullo por algunos momentos y podremos encontrar nuevas ideas para salvar a la nación. El conocimiento en su dimensión más pura, sí; las opiniones vacuas y sin sentido, no.