Nunca aspiró a ser una estrella, tan sólo quería ser actor, el mejor actor de su generación “La actuación – había dicho en el festival de cine de Venecia del 2012- no es como andar en bicicleta, si no estás practicando constantemente, si no tienes disciplina… simplemente te caes”. Desprovisto de un físico imponente, blanco, rubio y regordete, durante años fue relegado a breves pero brillantes papeles secundarios. En los noventa, cuando resurgía el cine norteamericano de la mano de jóvenes realizadores como Quentin Tarantino, Kevin Smith, Paul Thomas Anderson o Todd Solondz, a fuerza de una determinación arrolladora, se convirtió en uno de los rostros emblemáticos de lo que se conocería como el Cine Independiente Americano.
Por eso nos sorprendieron los rumores que surgieron el año pasado y que decían que había entrado en una terapia de desintoxicación que buscaba quitarle la adicción a la heroína. Había dejado de beber a los 22 años y decía que nunca se había vuelto a tomar una cerveza porque “Si empiezo con una acabo con todas”. Mataba sus demonios a punta de trabajo extenuante e infructuoso ya que aspiraba siempre a la perfección. Y vaya que estuvo cerca de lograrlo en por lo menos uno docena de memorables interpretaciones. Si bien su Scottie el camarógrafo homosexual de Boogie Nights, el sórdido fresco que Paul Thomas Anderson hizo de la industria del porno lo ubicó en el mapa del indie, fue en Happiness, la cínica comedia de Todd Sollondz, en donde los grandes estudios se fijaron definitivamente en ese gordito casi albino con pinta de perdedor que desde sus apariciones en la Ley y el orden venía demostrando un talento único.
Su nombre estaba lejos de aparecer en las marquesinas y sería difícil ponerlo de co-protagonista de una comedia romántica al lado de Julia Roberts o Nicole Kidman, pero sus personajes secundarios hicieron de Magnolia, Hora 25 y El Gran Lebowski las obras maestras que son. Y cuando en Capote tuvo la oportunidad de hacer un protagónico, trabajó tanto que su cuerpo se abrió y entró allí el espíritu del autor de A sangre fría. La academia no tuvo otro remedio que concederle una de esas feas estatuillas doradas que entrega cada año. No fue una transformación camaleónica, no, el hombre fue mucho más allá y se convirtió en un médium: trajo de vuelta a la vida a un muerto.
Cuando esta tarde me enteré por las noticias que había sido encontrado sin vida en su apartamento en Manhattan, con una jeringa en su brazo derecho y un sobre en el piso con heroína me acordé de la que para mí es la mejor de sus películas: Antes de que el diablo sepas que estás muerto el asfixiante triller del gran Sidney Lumet. Allí interpreta a Andy, un hombre de negocios acosado por sus acreedores y que en su desesperación planea con Ethan Hawke que es su hermano (y también el amante de su mujer) el robo a la joyería de sus padres. Para aliviar sus tensiones Andy se esconde en el lujoso piso de su dealer y allí se deja mecer en la dulce agonía que produce el pinchazo de una inyección de heroína. Era el 2007 y el hombre llevaba muchos años sobrio. Verlo sucumbir en una cama, hamacado en los brazos de la que todo lo cura, fue de los momentos más sublimes que yo he tenido mirando una pantalla. Dicen que fue su papel más exigente. La heroína esta frente a él siempre tentándolo. Es difícil darle la espalda a un viejo amor. Pero nada parecía vencer la determinación de este hombre y esa es una de las razones por las cuales Antes de que el diablo sepa que estás muerto está entre las diez mejores películas que Estados Unidos ha hecho en este siglo, como están también Synedoche y Hora 25 en las que Philip Seymour Hoffman ha brillado con fulgor.
Hoy ese brillo se ha apagado. Los viejos dolores volvieron a aparecer y hay huecos tan grandes que ni siquiera el trabajo más extenuante puede llenar. Primero fueron los tranquilizantes y después el maldito hábito de esnifar heroína con el salvaje estilo de Mia Wallace. Cuando la nariz se tapa y queda la noche, larga y fría como el desierto, no hay otro camino que remangarse la camisa, amarrarse un caucho en el brazo, dejar que las venas ocultas salgan, caer al suelo, dejar que los ojos se pongan en blanco, por unos segundos olvidar todo lo malo y volver a ser feliz.
Philip Seymour Hoffman se ha quitado hoy la tristeza y nos la ha pasado a nosotros los que tendremos que soportar no volver a ver nunca más su descomunal presencia en una película. Lo de hoy, qué duda cabe, es una tragedia para todos aquellos que le sacamos el cuerpo a la realidad sucumbiendo ante la oscuridad de una sala de cine.