Dado que es más probable que Caracol o RCN hagan una serie exaltando la vida y obra de Tirofijo que una sobre el origen del yihadismo, venga le resumo ese cuento árabe de la vida real y después usted me cuenta si le resulta familiar o no.
El 8 de junio del año 632 ocurrió un hecho que acarrearía algunas de las mayores desgracias que vivimos hoy en día, especialmente en los países del “Primer Mundo”: la muerte de Mahoma, profeta del islam, término que en lengua árabe (aunque usted no lo crea) significa paz. El mensaje de Mahoma, le cuento, era prácticamente el mismo de Cristo: la salvación de la humanidad dependía de que la gente reconociera el poder infinito de Dios (Alá lo llamaba él) y se rindiera ante Él de manera amorosa y estricta. La cuestión es que cuando Mahoma murió no se supo quién debía ser su legítimo sucesor, tanto en sentido religioso como político, pues Iglesia y Estado eran lo mismo en el mundo islámico de entonces. Mahoma, además, no se ocupó de resolver la cuestión porque, en su calidad de último profeta, encargarse de esa pregunta carecía de sentido; sería Alá, en su infinita sabiduría, quien resolvería la cuestión y llevaría a su pueblo a la gloria.
De lo anterior viene el conflicto entre chiítas y sunitas (le apuesto a que ha escuchado esas palabras en los noticieros). Los primeros, los chiítas, hombres de intelecto aparentemente conservadores y más bien reservados, creían que el heredero debía ser Alí, primo y yerno del profeta, puesto que era el más adecuado teniendo en cuenta la sucesión sanguínea; mientras que los segundos, los sunitas, hombres de acción aparentemente progresistas y echados pa’lante, creían que el lugar le correspondía a Mu’awiya (por entonces gobernador de Antioquia, ¡digo!, de Siria), puesto que era el más prometedor de los políticos de la región, y por lo tanto quien tenía más posibilidades de llevar el mensaje de salvación hasta los confines más remotos del planeta.
Para dirimir el conflicto entre chiítas y sunitas, en julio del año 657 los dos bandos enfrentaron a cerca de 200 mil hombres en la batalla de Siffin. Luego de tres días de sangre, y a pesar de que Alí ibn Abi Talib, el líder de los chiítas, se negó a rendirse, los sunitas acabaron venciendo. Cuatro años después del triunfo en Siffin, una vez se había apropiado de la península arábiga entera, el victorioso Mu’awiya, en calidad de único heredero legítimo de Mahoma (así ratificado por Alá al haberse puesto de su lado en la batalla de sus huestes contra Alí), fundó el Califato Omeya. Dicha casa dinástica, inmediatamente después de ser fundada por el líder de los sunitas, empezó la campaña de expansión territorial más exitosa de todos los tiempos hasta entonces: en solo 93 años (del 675 al 750 para ser preciso), el territorio controlado por los musulmanes pasó de ocupar unos 200 mil km2 a 15 millones de km2.
No se equivocaron los que vieron en Mu’awiya a un líder extraordinario; siguiendo sus dictámenes, los musulmanes llegaron a ampliar 75 veces su territorio (proporcionalmente, es como si el actual Departamento de Santander se apropiara de toda Colombia). A lo largo, el Califato Omeya se extendió desde Uzbekistán hasta Portugal y a lo ancho fue desde Omán hasta Cataluña. Mire el mapamundi para hacerse una idea de lo siguiente: lo que fundó Mu’awiya (aunque usted nunca haya oído mentar ese nombre antes y no logre pronunciarlo correctamente ni en su cabeza) fue el imperio más grande que hubo en el mundo hasta entonces; de ahí vienen, a la larga, los árabes que estuvieron siete siglos en España y gracias a ellos, junto al latín, existe la lengua que usted y yo hablamos. Ni Alejandro Magno ni Julio César habían hecho crecer tanto ni tan rápido sus dominios. En consecuencia, ¿cómo pedirles a los musulmanes de entonces, envalentonados hasta el delirio, que explicaran racionalmente su expansión, si encomendándose a Alá vencían a cualquier enemigo que se les pusiera por delante?
¿Cómo es posible que Mu’awiya lograra semejante prodigio sin la ayuda de Alá? Descontando sus incuestionables habilidades en táctica militar y los impresionantes desarrollos técnico-bélicos de los árabes de entonces (como el estribo, la curvatura característica de la cimitarra y el hecho de que hubieran profesionalizado los ejércitos), para que Mu‘āwīyah ibn Abī Sufyān pudiera llevar a cabo sus planes de extensión territorial hizo algo por lo cual debió haber sido considerado hereje y desposeído de su cargo: decidió agregarle al islam un sexto pilar con respecto a los cinco que Mahoma había prescrito originalmente. A la profesión de fe, la oración, la limosna, el ayuno y la peregrinación a La Meca, cinco prácticas indiscutiblemente pacíficas, el hoy olvidado y pérfido Mu’awiya agregó, diríamos a la colombiana, “un articulito”, el supuesto sexto pilar del islam: la guerra santa o yihad.
Esa es una posible explicación (remota y nebulosa) de los atentados que hoy hacen temblar de miedo al mundo entero; el origen cercano habría que buscarlo en algunas de las más polémica decisiones del siglo XX: la invasión anglo-soviética a Irán en 1941 (que despojó a aquel país de sus colosales reservas petroleras e instauró en el poder a la servil y en últimas escandalosa dinastía Pahleví) o en la partición de Palestina decretada por la ONU en Nueva York en 1947 (hecho que recrudeció el antisemitismo, el antiimperialismo y el odio hacia Occidente en Medio Oriente). Pero, en principio, y esto es lo importante del asunto, el yihadismo fue un adefesio de naturaleza teológico-burocrática. Mu’awiy banalizó y tergiversó la ley divina que había proclamado el profeta Mahoma, algo un tanto similar a lo ocurrido con la Constitución Nacional de Colombia hace 10 años en épocas de reelecciones presidenciales (si es que somos tan radicales como para atribuirle la inviolabilidad de lo sagrado a algo tan mundano como la Constitución Nacional).
Si usted simpatiza en alguna medida con el Centro Democrático, debería devolver las lágrimas que de pronto derramó por alguno de los casi 4000 muertos que según cifras oficiales han dejado los ataques yihadistas desde la caída de las Torres Gemelas hasta hoy. Si usted posteó je suis Charlie temblando de dolor mientras apoyaba cualquier iniciativa uribista, usted no solo es un fundamentalista en potencia, sino que, peor aún, ni siquiera sospecha que lo es (y me da aún más la razón si se niega a considerar que eso sea posible). No lo culpo de violento ni de imbécil, porque eso tan ofensivo ya se lo han dicho muchas veces, y porque la violencia y la imbecilidad como estados del alma son irreparables; lo culpo de provincianismo, algo grave pero reparable y que sirve como caldo de cultivo ideal para la consolidación del fundamentalismo.
El provincianismo colombiano es una tara que usted —inocentemente, de buena fe, convencido de estar haciendo el bien, no lo dudo— adquirió cuando creyó o dijo que el de aquí era el himno nacional más bello del mundo después de “La Marsellesa”, que aquí se habla el mejor español de todos, que las mujeres más bellas del universo son las nuestras, que este es el mejor vividero posible y el país más feliz, que el mejor jugador del Real Madrid es James (aunque Zidane todavía no se haya dado cuenta), que si Madonna es la Reina del Pop entonces Shakira es su Diosa, que García Márquez escribió el Quijote de este lado del Atlántico, que Patarroyo merece el Nobel por su vacuna, que Gómez Jattin es el Rimbaud de la Costa, que Carolina Sanín es la Susan Sontag criolla, que Andrea Echeverri es la Janis Joplin del Altiplano, que Vicky Dávila es la Oriana Fallaci de nuestros medios, que el cura Camilo Torres era idéntico a Francisco de Asís (hasta en el revólver), que el Comandante Papito era el nuevo Che Guevara, que Bogotá es la Atenas Sudamericana, que Popayán es la Jerusalén de América o que el Cristo Redentor de Río de Janeiro come chitos al lado del Cerro del Santísimo que bendice a todo el bravo pueblo de Santander.
Cuando hoy, en plena renegociación de los acuerdos de La Habana, Uribe asegura estar actuando en nombre de la paz (recuerde: paz en árabe se dice islam) parece estar plagiando a Mu’awiya, cuando mesiánicamente inspirado se convirtió en el máximo representante y defensor de la tercera religión en autoproclamarse única fe verdadera (ya antes, en su momento, el judaísmo y el cristianismo habían dicho lo mismo).
Para que Colombia hiciera crecer su territorio tanto como en su tiempo hizo el Califato Omeya bajo el mandato de Mu’awiya y su descendencia, es decir 75 veces su dimensión original, los héroes del glorioso Ejército Nacional tendrían que apoderarse de toda América (de la Patagonia a Canadá) y de toda África (del Cabo de Buena Esperanza hasta Túnez). Pero estamos en el “Tercer Mundo” y en el siglo XXI, qué vaina; las bombas de hidrógeno, a la hora de la verdad, impedirían la expansión del inverosímil Califato Uribista Pero fresco, relajado. No se mate la cabeza, no se agite, no hay nada que temer, no frunza el ceño, no me insulte. Todos sabemos que el Doctor del Ubérrimo jamás haría algo, algo tan así, tan salvaje, tan homo-castro-chavista, tan antidemocrático, ¡por favor! Y no porque no sea capaz de apropiarse de dos continenticos, porque a él nada le queda grande cuando de despojar advenedizos se trata, sino porque sus santos asesores, en coro de sensatez angélica dirigido por el Arcano Alejandro Ordóñez Maldonado, jamás acolitarían semejante ignominia. ¡Antes muertos que sarracenos! ¡Faltaba más, caray carachas!
Ya que se aguantó hasta aquí, sí, el cuento árabe que le prometí acabó siendo nada original; le pido excusas si esperaba turbantes, burkas y banderas gringas incendiadas. Ya que tanto le gustan a la gente, no olvidaré esos detalles indispensables cuando vuelva a dármelas de orientalista. Más bien, la próxima vez que vaya a votar, encomiéndele a Dios el futuro de esta patria y olvídese del resto.
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Adenda sin asomo de ironía: soy agnóstico y pacifista. Estoy convencido de que el legado de Mahoma y el Corán tienen tanto que ver en los atentados a las Torres Gemelas como el de Cristo y la Biblia tuvieron que ver en las Cruzadas: absolutamente nada. Aunque fui criado en la fe de Cristo, los desarrollos tanto materiales como espirituales del pueblo musulmán (que he venido conociendo recientemente gracias a History of the Arabs de Phillip Hitti e Ideas. Historia intelectual de la humanidad de Peter Watson) me resultan no solo respetables sino deslumbrantes; para mí Abderramán III, primer califa omeya de Córdoba en el silgo X, es un gobernante cuya magnificencia espiritual y sabiduría pacífica solo son comparables a las de Solón de Atenas y Ghandi. El texto que usted acabó de leer tiene una clara intención cómica (sumamente evidente desde el primer párrafo) y por ese motivo sus hipótesis son deliberadamente conjeturales y convenientemente hiperbólicas (aunque los datos históricos sean verídicos). Mi idea era proceder así para que el lector terminara cada párrafo pensando si esto iba en serio o no (optando por la segunda opción), para que mientras fuera descubriendo mi verdadera posición, entre risas, también fuera desestabilizando más de una de esas certezas que considero falsas y peligrosas (como las que aparecen enlistadas perfilando el provincianismo colombiano). No conozco otra forma mejor para hermanar consciencias que la risa. Sin embargo, gracias al reclamo enérgico, noble y sensato de Said Abdunur Pedraza, me di cuenta de que no logré mi cometido en términos estéticos y llevado por la risa fácil acabé incurriendo en uno de los riesgos de lo cómico cuando sale mal: ofender a quienes respeto, como hacen todas las mañanas los asquerosos locutores de Tropicana y Candela. Creo que en nuestros tiempos los medios masivos se han convertido en un catalizador de odios en lugar de una plataforma para el diálogo político (incluso airado pero nunca injurioso), y me avergüenza y me aterra y me asquea la posibilidad de haber acabado adoptando una posición tan nefasta como la del pastor Alejandro Ortiz en su texto “Los cristianos sí estamos en guerra con la comunidad LGBTI”, que apareció en ese mismo medio. Gracias, Said, por recordarme algo que en calidad de escritor joven había olvidado: ninguna estética, por más miles de likes que reciba, puede estar por encima de la ética de quien escribe.
*Ofrezco mis más sinceras excusas a quien pude haber ofendido y públicamente le doy mi palabra de que (con su generosa ayuda, además) seguiré cifrando mi empeño en pulirme en todos los aspectos necesarios para llegar a ser una más de esas voces que de manera lúdica, lúcida y rigurosa se opone a todo tipo de odio.