Colombia está en un momento histórico donde el régimen uribista, que lleva en el poder casi 20 años, muestra descaradamente su rostro racista, clasista, represor y paramilitar. Ya no le interesa aparentar. Ya no le preocupa la mirada y la condena de la comunidad internacional. Ya no tiene vergüenza el propio presidente de salir a legitimar, a través de la televisión nacional, el ataque pérfido en Cali de civiles armados contra manifestantes de la minga indígena; movimiento social del sur occidente del país que aúna a indígenas, negros, campesinos y juventudes. En su alocución, el mandatario prácticamente ha amenazado al movimiento indígena con la fuerza del Estado si no regresa a su territorio, como si no pudiera recorren el espacio nacional en libertad.
En Pereira también han disparado desde camionetas a manifestantes, dejando a un pacifista reconocido, Lucas Villa, herido de gravedad con 8 disparos y posteriormente muerto. Por no hablar de las cifras de desaparecidos, que se cuentan por cientos, y de asesinados, que están llegando a la media centena. Entre tanto, ciegos y sordos a la barbarie estatal, los grandes medios solo repiten "vándalos" una y otra vez, como si el pueblo que se manifiesta fuera poco menos que una horda de desadaptados, que se toman a la fuerza las calles por el solo disfrute de la destrucción. También, la prensa ha titulado el ataque a la minga como un enfrentamiento entre indígenas y "ciudadanos", como si los primeros no lo fueran.
Además, el expresidente Álvaro Uribe, que tuvo casa por cárcel hace unos meses en una investigación aún abierta por graves acusaciones de manipulación de testigos, ha instigado constantemente a la violencia contra las manifestaciones. Su liderazgo entre la extrema derecha se traduce en muertes. Se escuchan rumores de autogolpe de Estado o declaración de "conmoción interior", una especie de estado de excepción que terminaría por incrementar el autoritarismo de Duque y el poder de las fuerzas armadas. Colombia está al borde de una dictadura. Colombia, con su historia de violencia y después de un proceso de paz que ha sido sistemáticamente saboteado por el presidente de turno, ve ahora su más oscuro momento.
En la manera en que se resuelva esta coyuntura probablemente se decida el futuro de Colombia para varios años. Hay triunfos populares: la caída de la reforma tributaria y la capacidad de movilización. Esto marca profundamente el espíritu de una ciudadanía cada vez más despierta. Pero también crea las condiciones de que el uribismo, acorralado, temiendo la pérdida del control del Estado en las próximas elecciones de 2022, se atrinchere en el poder a través de una dictadura, o algún nuevo movimiento político autoritario, que pueda lavarle la cara.