Creen que con la plata se compra y se compone todo: mujeres, árboles, virginidades, carros, mansiones, y lo peor: una vida. Sí, van y vienen creyendo que la vida tiene un precio. ¡El colmo! Por quinientos mil pesos mandan a matar y por setecientos mil los matan a ellos y les enciman un disparo. Cuando tienen una botella de alcohol en la mano se creen los reyes del mundo. Cuando están con la mujer que ‘les mueve el piso’ se lucen, se desubican, se colocan agrandados.
Les encanta mezclar de todo lo que los coloca a orbitar lejos de la tierra: las mujeres y el alcohol, el sexo y el licor, las drogas y el alcohol… Queda faltando la más letal: gasolina y licor. Hoy, 22 de septiembre de 2017, casi pierdo la vida por culpa de uno de esos tipos, que por tener dinero, –o aparentarlo– carros, cadenas, y una mujer repleta de entradas a clínicas de cirugías de tetas y traseros, se quieren creer dueños de las vidas ajenas, como la mía.
El tipo colocó una cuatrimoto, marca Yamaha, color blanco, a derrapar cerca de la Terminal de un pueblo del Oriente de Antioquia. Él iba sin casco, sin chaleco; sin ganas de vivir. Yo iba en mi bicicleta. Eran las 10:30 p.m. Por lucirse delante de una mujer con extensiones de cabello, –parecidas a las de los caballos– casi me atropella. “Córrase maricón” –me gritó, como si yo no estuviera en el lugar de Davivienda, y agregó– “¿No se da cuenta que está estorbando?”.
Fue tal suceso el que me llevó a escribir esta historia. Quiero creer que a esta hora en el mundo ningún hombre toma licor y se cree al mismo tiempo Toreto y Paul Walker, corriendo endemoniado por las principales avenidas de La Habana, Río de Janeiro, o Tokio. Enterándose al día siguiente, detrás de varios barrotes de metal, la noticia de primera página que él hizo titular: “Mueren dos personas al ser atropelladas por un vehículo fantasma”. Aquel acto tan bárbaro me hizo pensar en todas esas víctimas inocentes, que han perdido la vida atropelladas por tipos como aquel. No pido que dejen de tomar, pues son sus billetes, riñones, y recursos –mal gastados– los que pagan la educación pública –irónicamente– de jóvenes como yo. Pero sí que dejen de manejar cuando se han tomado todo el licor de la barra.