El último cowboy del periodismo

El último cowboy del periodismo

En una moto de alto cilindraje, Héctor Sarasti recorre Colombia en busca de crónicas, relatos y perfiles que muestran una realidad que está ahí, a la vera del camino

Por: Eduardo Yáñez Canal
marzo 09, 2021
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
El último cowboy del periodismo

—¿Quién es usted?

—Soy un narrador de largo aliento. No me descuido y tengo presente mi oficio de informar y entretener. Soy de mente abierta, dispuesto a tomar decisiones de manera rápida y a construir sobre la marcha.

Lo dice mientras prueba el acelerador de su moto, una indú Dominar 400 de Bajaj, En ese vehículo devora kilómetros y supera los obstáculos que ofrece la geografía colombiana caracterizada por grandes valles y empinadas cuestas. Sarasti Vanegas no se arredra ante el desafío:

—Hace 34 años conduzco motos. Empecé desde niño con la bicicleta y luego pasé a la moto y al carro. La moto es mi instrumento de trabajo, tiene muchas ventajas, obedece al primer impulso y es todo terreno capaz de superar obstáculos y alcanzar al viento.

—¿Y los costos?

—Más barata que los demás vehículos. Por ejemplo, de Bogotá a Valledupar (norte de Colombia) hay 855 kilómetros y es un viaje que dura aproximadamente 10 horas, 55 minutos. Un carro particular se gasta 130.000 pesos en gasolina (37 dólares) y más de 96.000 (27 dólares) en peajes. En cambio, en moto son $35.000 (10 dólares) en gasolina porque no cobran peajes. Una gran ventaja.

Lo dice con la seguridad de quien ha superado accidentes y lesiones. Aunque precavido al manejar, es capaz de alcanzar altas velocidades cuando el sol declina para llegar a puerto seguro. Lo sabe y lo aplica al moverse en zonas de orden público como el Bajo Cauca (Antioquia) o el trayecto entre Fonseca y Maicao (Guajira, región septentrional de Colombia).

—Todo un cowboy posmoderno…

—Sí, lo soy— contesta sin pestañear- son 30 años de periodismo o de “dar lo que te vienen dando”.

—¿Cómo se define?

—Soy una persona normal que busca lo anormal, lo diferente, que rompe esquemas y hace temblar la realidad. ¿Me explico?

De hablar pausado, y el permanente uso de una muletilla a manera de pregunta, relata sus recorridos por Colombia y Venezuela -antes y después de la época de Chávez- así como por el Ecuador en dos períodos de una vida errabunda. Después, pasó por Estados Unidos en varias ocasiones para, luego, saltar a España donde vivió las crisis que asolaron Europa.

Sarasti Vanegas contesta con el acelerador a fondo, mientras devora la carretera oyendo vallenatos, la otra pasión de su vida. Confiesa en que no hay día en que no escuche esa música. De pronto, entona Sielva María, canción de Alejo Durán:

…De Puerto Antioquia pa´arriba hasta / Yarumal, / cuando salió este negrito en correduría/ apenas que recordaba a Sielva María/me daban aquellas ganas de/ regresar

Pasaban unos pa’ abajo y otros subían/y yo me acerqué y les dije háganme/

el favor,/ usted no se ha dado cuenta si a/ Montería,/ habrá llegado una joven de/ Convención…

Hector. Sarasti. Vanegas. Tres identificaciones para un cronista que la tuvo clara. Se reconoce como producto de la provincia con múltiples experiencias de vida: nació en Cali (Valle del Cauca) donde tuvo dos meses de crianza. Después, 9 años en Medellín (Antioquia). “Por último —recuerda— me hice hombre en Montería”.

Allí, en la capital de Córdoba en límites con el mar Caribe, atendió un bar de un tío a los 14 años de edad lidiando con borrachos, putas, maricas y ladrones. Situado en la Calle 29 con Circunvalar, “Era – dice con desparpajo- el Bar Sin Nombre”. Abría a las 4 de la mañana y a las 7 marchaba al colegio. Volvía a mediodía y cerraba a las 4 de la tarde. Trabajaba con su madre de lunes a sábado y el domingo aprovechaba para hacer tareas y dormir de largo.

Esa experiencia le enseñó que el esfuerzo continuo puede arrojar resultados la mayoría de las veces. También, le creó una coraza para entender que, por difícil que sean las circunstancias, la voluntad ayuda a superar cualquier escollo.

—¿Cómo le iba en el colegio?

—Lector empedernido. Siempre con un libro, amante de sonreír. El docente Alejandro Pérez dictaba español y un día me dijo: “Héctor, estudie periodismo que usted es bueno para eso”. Era un profesor cariñoso a quién los mamadores de gallo bautizaron como “Peito de monja” porque susurraba al hablar. Una vez tuvo que insultar a alguien que acostumbraba aromatizar sus charlas. No se aguantó y con voz ceremoniosa dijo: “Señores, con el mayor respeto quiero decirles algo: ¿quién es el hijo de puta que permanece cagado? ¡No joda, voy a tener que olerle el culo a cada uno para saber quién es!”.

—¿Usted no participaba en ese matoneo?

—No, dedicaba mi tiempo a leer. Además, pude estudiar gracias a mi esfuerzo y al apoyo de mi madre. Pasé por el Liceo Montería, el colegio de La Salle, el seminario Juan XXIII y el Juan Pablo II. En la mayoría me invitaban, respetuosamente, a salir por mi carácter extrovertido (risas).

—¿Cuándo se graduó bachiller?

—Fue en 1987, en el Juan Pablo II. No era el mejor, pero me sonó la flauta y resulté el número uno en las pruebas del Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior (Icfes). Nunca consumí drogas, y aunque costeño que se respete se mama su remoquete, a mí simplemente me decían Sarasti.

“Excelente compañero. Yo estaba en un diario tabloide, única mujer con seis hombres. Si le suma la cultura machista que predomina, puede adivinar cómo tuve que luchar para que reconocieran mi trabajo. Ahora, de Héctor solo puedo decir que fue de los pocos respetuosos y amables, pendiente de mis dificultades para ayudarme. Todo un caballero. Además, era infatigable, siempre tras la noticia sin importar el clima, la hora o los inconvenientes. Lograba su cometido y llegaba al periódico triunfante”, recuerda Stella Poveda Forero, reportera gráfica.

A los 54 años, lo sigue moviendo la pasión por contar historias y el reto que implica aguzar la mirada sobre lo que para otros pasa desapercibido. Es clave, entonces, involucrar los sentimientos y comprometerse.

—Habla Sarasti— surge la pregunta, sin miramientos, imitando su estilo.

Relata de manera pausada, después de cien kilómetros de carretera, al llegar a un paradero para comer algo. Aunque primero se preocupa por parquear la moto en terreno seguro: donde están los camiones y las mulas porque sabe del lugar común que habla de que en la unión está la fuerza.

—¿De qué manera organiza sus recorridos?

—En primer lugar, tener claro el tema a partir de la información en prensa, radio, televisión y redes sociales. Segundo, localizar la fuente que va a hablar. Tercero, enfatizar en los detalles, muchos detalles para saber que decir o escribir.

Sarasti Vanegas. Héctor. Trabaja ahora en Testigo Directo, programa televisivo que dirige el periodista Rafael Poveda Mendoza y que se emite en Cablenoticias con retransmisión por Caracol Internacional (lunes 5:30 pm. Hora colombiana) y MegaTv en Estados Unidos. También por Facebook, Youtube e Instagram. Por lo tanto, el cuarto punto es pensar en imágenes (plano cerrado, abierto, etc.) y organizar la escaleta del contenido. Por último, planificar el recorrido con la seguridad de quien sabe que el azar o el destino pueden cambiar las circunstancias.

En Testigo Directo han desfilado sus logros. Allí entrevista a “Hugo Aguilar, el tiro de gracia que acabó con Pablo Escobar” o entretiene al televidente con el caso de la venezolana que del Ecuador llegó a Patillal (Cesar) y organizó una rifa ofreciendo como premio mayor una noche de pasión. Vendidas las boletas, se esfumó. También, en su haber, están las infinitas nostalgias del mundo vallenato. O la entrevista con el exdirector de la DEA Joe Toft, el cazador de Escobar, y la que hizo al sobrino del capo.

—¿Gana bien un periodista?

—Se dice que los de televisión ganan más y las fuentes los prefieren a los de la prensa y radio. Además, a estos últimos les toca vender publicidad y congraciarse con los clientes para cuadrar un sueldo decente. Muchos no lo logran. A mí me toca hacer tres crónicas semanales para lograr un buen respaldo económico.

—¿Hijos?

—Dos, a falta de datos de otros municipios (risas).

Sarasti Vanegas prefiere no abordar temas personales. Así que sigue con la planeación de sus recorridos:

—Al viajar en moto, los tiempos los multiplico por dos. Voy despacio y no dejo de pensar en lo que permite la crónica y no la noticia. A veces, uno se puede encontrar con más de lo que suponía y mucho menos de lo que pensaba.

—¿Cuántas motos ha tenido?

—He tenido unas diez: la primera fue una Yamaha Furia 80 centímetros cúbicos blanca y Luego, una Yamaha V80 y dos Evo 125. En Europa tuve una Piaggio 150 y seguí con una scooter 50 c c. También, en Colombia, dos Bover 100. La última fue la Apache, que perdí en la Ruta del Sol al fundirse el motor en el trayecto Medellín-Bogotá. Ahora ando en ésta con la que me amaño mucho, gracias a su potencia y resistencia.

No ahorra frases para explicarse con lujo de detalles. Aparte de las anécdotas, brillan sentencias dignas de figurar en un recetario popular: “Para saber si una persona dice la verdad sobre su situación económica, mírale sus zapatos”, “Hay una que me gusta mucho: nada empieza cuando llegamos ni nada termina cuando nos vamos”, “No se me olvida la frase de Noel Petro: Mami, estoy triunfando, pero préstame pal bus”. Y se viene con otra de sesgo existencialista, que recuerda a Jean Paul Sartre: “Con el paso del tiempo he comprendido que la vida es solo un parpadeo entre dos eternidades”.

Encontró el periodismo luego de cruzar la academia. Una tarde, en Montería, vio en el diario El Tiempo un aviso promocional de la Universidad de La Sabana donde se ofrecían cupos para estudiar Comunicación Social en Bogotá. Sin embargo, tenía dos razones en contra: no tenía plata y no conocía Bogotá o la nevera, como la llaman los costeños.

—Pero tenía toda la intención. Con esfuerzo viajé a la capital donde había enviado mis datos y contestaron que me presentara el 17 de octubre de 1987 en la sede de Quinta Camacho. Instituto Superior de Educación (INSE) era el nombre original de la universidad cuya propietaria es la organización católica Opus Dei. Pasé de Condorito a interesarme por los libros en toda la extensión de la palabra.

Vino luego la entrevista donde le preguntaron por qué quería ser periodista. Respondió con la seguridad que otorga una convicción firme:

—Por la misma razón por la que he venido hasta aquí: quiero dejar de ser un saludo a la bandera. Siento que puedo dar más que ser un limpiador de mesas.

En Bogotá se hospedó en una residencia de costeños, en la Calle 45 con Carrera 16. Eran amigos de plata donde había 20 borrachos y un homosexual, todos decididos a hacer algo con sus vidas. Regresó a Montería y esperó. Sin embargo, fueron tres meses hasta que decidió llamar a Inalde a preguntar por los resultados de admisión. Es un episodio que no escapa de su memoria. Y lo relata:

—Llamé tres veces y me decían que esperara. La última respuesta fue que no había pasado. Sin embargo, faltaba una página de admitidos. Al otro día me dijeron que había llegado y que estaba en lista. La voz que me contestó me dijo:” Bienvenido a la Universidad de la Sabana”.

—¿Cómo fue la experiencia en una universidad privada con influencia clerical?

—Siempre con espíritu guerrero, a pesar de mis falencias. Mis compañeros eran de familias ricas y tocaba defenderme académicamente. Asunto teso eso de superar las diferencias culturales y económicas en un ambiente distinto. Lo más duro era el contraste intelectual entre los otros y yo. Ellos, con gran bagaje producto de colegios exclusivos, viajes y roce de mundo, hablaban de cosas que jamás había escuchado pero me impuse el reto de prepararme. Así que los nivelé, y en ocasiones los superé con mi pasión de relatar historias.

El esfuerzo permanente le facilitó las prácticas en el diario El Tiempo, decano del periodismo colombiano. De 600 que se presentaron fue uno de los dos que logró ingresar. Al otro lo ubicaron en la sección Bogotá y a Sarasti Vanegas en Suplementos Especiales. Entró al medio de comunicación en octavo semestre y aprovechó para hacer su tesis sobre cómo manejar contenidos publicitarios para grandes y pequeñas empresas. Se graduó, terminó las prácticas y entró a trabajar al diario El Espacio.

—Antes de abordar el oficio periodístico, hablemos de sus antecedentes. ¿De dónde vienen los Sarasti Vanegas?

—Sarasti es apellido nariñense y de origen vasco. Vanegas es caldense. Cuando estuve en el Ecuador descubrí que los que tenemos mi primer apellido somos de un pueblo llamado Coliner. Los vascos son ojizarcos, y la mayoría provienen de Oiarzun, pueblo español que también conocí. Está en límites con Francia y mi apellido paterno etimológicamente significa Saras, laurel y Ti lugar. En suma, Sausal o lugar de sauces.

—Pero su vida no ha sido un lugar de laureles…

—Para nada. A veces no tenía qué comer y tampoco donde dormir. Tenía que hacer gala de resistencia, una comida al día y, a veces, asearme en baños de las rotativas. dormir en talleres o andar con mis pertenencias en un maletín de un lado a otro. De ese diálogo del rebusque no me pregunte más…

Tuvo tres hermanos pero le tocó solo. Sus parientes tenían otros intereses y profesiones. La actividad que descubrió a temprana edad y que le permitió capear el temporal fue la lectura. Recuerda que a los 15 años leyó “Conceptos elementales del materialismo histórico” de Marta Harnecker, “Contra toda esperanza” de Armando Valladares y cultivó la afición casi religiosa de comprar periódicos: El Heraldo, El Tiempo, El Espacio, El Espectador y Diario del Caribe.

—Leía en cualquier parte y momento. Así surgió mi amor al periodismo. Admiraba a José Salgar, Daniel Samper Pizano, “D'Artagnan”, “Calibán” así como a Plinio Apuleyo Mendoza y toda la obra de García Márquez incluyendo “La Jirafa”, su columna en el Universal de Cartagena. Yo soñaba con escribir algún día, pero me prometía que si volaba alto siempre miraría para abajo.

Lo dice convencido, sin que le tiemble la voz. El 20 de enero de 2021 llega a Cartagena, camino a Barranquilla donde planea entrevistar a “El Engüesao” un personaje popular que vende de todo a gritos en La Arenosa (Barranquilla). Sin embargo, lo primero es llevar al vehículo a que le hagan mantenimiento en la concesionaria. No puede descuidarse, y luego de los kilómetros recorridos lo primero es la revisión. Guardadas las proporciones, como lo haría “El Llanero Solitario” con su caballo “Silver”.

—¿Cómo llega sin agotarse?

—Claro que me canso. Y tengo mis trucos en la vía, por ejemplo, no uso calzoncillos para evitar fricciones y que se obstaculicen los movimientos Al llegar a clima caliente se impone la camiseta y una pantaloneta. Ando cómodo y voy de agache, pues la gente no supone que vengo de lejos, así que paso como un parroquiano más. En el frío ando con una chaqueta y un impermeable.

—¿No descansa?

—Cuando se puede, me baño en los ríos, chorros de agua o arroyos que encuentro. Eso sí, solo viajo de día, así que cuando empieza a oscurecer freno en algún pueblo, estadero o en las bombas de gasolina para pasar la noche. Todo por la seguridad.

—¿Qué equipaje periodístico lleva?

—Muchas ganas (risas). En serio, utilizo un celular, y dos cámaras semi profesionales. En cada ciudad a la que llego me espera un camarógrafo. Trato de ser muy práctico. Aunque también hago mi material por aquello de tener el plan B. Por ejemplo, voy a los cementerios y grabo las tumbas porque algunos no se atreven (risas).

—Aparte de lo que dice, más la ropa e implementos de aseo ¿no es demasiado?

—No, mi moto cuenta con un baúl y alforjas. El primero para la maleta donde llevo pantalones y camisas sencillas más una o dos elegantes para presentación en cámara y una plancha para alisar la ropa que debo portar en las grabaciones. Además, la camiseta todo terreno. Y en las alforjas va de todo un poco.

En estas precauciones coincide con Fernando Alfonso, viejo cronista que ahora trabaja con fundaciones religiosas y añora tiempos juveniles cuando en su moto XTZ 250 Yamaha cubría Bogotá-Acacías (Llanos Orientales) en solo tres horas:

—De acuerdo con Sarasti: es mejor manejar de día. Yo le hago mantenimiento a mi moto y la conozco mejor. En mis viajes llevo un cargador de batería que cabe en un bolsillo. Otro asunto importante es revisar los filtros antes de salir. Igual pasa con los aceites por el desgaste al usar o no el vehículo.

—¿Se animaría a trabajar como periodista en moto?

—Aunque estoy bien de salud, tengo el inconveniente de que no puedo dejar mi casa sola. Ya se metieron los ladrones y me toca estar prevenido. De lo contrario, me le mediría al reto.

Sin embargo, para quienes no han tenido la experiencia, la visión del cronista que recorre Colombia en moto estremece y confunde. Sobre todo, cuando el entrevistado revela que pesa 133 kilos y medio, tiene hipertensión y síntomas de prediabetes. Lo dice sin aspavientos, contradiciendo la afirmación de que la mayoría de colegas trabajan para ser admirados. El insiste en que trabaja con humildad, por amor a nuevas historias.

Sarasti Vanegas tiene un diálogo fácil, en el sentido de que habla, actúa, interactúa, recuerda, divaga y pontifica. El entrevistador deja que concluya su relato y espera cualquier resquicio para preguntar y aplicar el sentido común de preguntarse qué le interesa al lector,

Esta última es la actitud del periodista que se debe a sus lectores, oyentes o televidentes. Cierto es que los reporteros son individualistas empedernidos, llenos de orgullo, aunque —paradójicamente— al servicio de la sociedad. Se trata de cómplices de la realidad, obsesivos en la búsqueda de hechos.

—Hablemos de sus vivencias como reportero raso

—Habría mucho que contar. Son tres décadas en este trajín. Ha pasado de todo. Aprendí-como dice un salsero- que en este oficio unos bailan con falda y otros con pantalón. Se trataba de asumir el reto del periodismo popular o echarme para atrás por lo duro de la faena. Decidí asumirlo.

—Explíquese…

—Era llegar a un diario denostado por su tendencia y corte popular o Lo digo por boca de otros y no por la mía pues me consideraron periodista estrella. No hubo muerto, tragedia, hecho dramático o de entretenimiento que no contara con la presencia rotunda y delirante de este apasionado de la crónica.

Aquí resulta oportuna una digresión. A partir de la definición del entrevistado, donde clasifica al periódico El Espacio como una publicación de corte popular o sensacionalista, resulta necesario precisar las dos actitudes frente a este tipo de publicaciones que –sin lugar a dudas- han dejado un sello original en la historia del periodismo.

El Espacio surge en Bogotá en 1965 con una posición tradicional al asumir banderas políticas del partido liberal. Sin embargo, ante la competencia de los grandes rotativos —en Colombia, El Tiempo y El Espectador— y otros de bajos tirajes que, como El Nuevo Siglo y La República, contaban con el apoyo de empresarios conservadores, optó por imponer una línea editorial que, sin dejar su posición política, daba fuerza a la crónica roja y al propósito de entretener. Dependía de la compra del ejemplar por parte de sus lectores, en su mayoría de las clases populares. Un escenario inaugurado en el siglo XX por El Bogotano, diario que se quedó en los hechos de sangre y languideció hasta desparecer.

Resultó entonces, este género periodístico, un producto que asumió la confrontación con la denominada “prensa seria” e impuso una impronta narrativa que no competía por la “chiva” (dar primero la noticia) sino que desarrollaba un cuento con el propósito de enganchar al lector ávido de conocer temas violentos, andanzas de los personajes del espectáculo, actividades deportivas, el crucigrama (el “rompe cocos” fue un hit que le permitió aumentar con rapidez sus tirajes y llegar a todo el país), el tono de humor en los titulares y las crónicas así como el uso de adjetivos calificativos más la subjetividad de la información. También, con la publicación de novelas cortas , herencia de los folletines del siglo XIX que inmortalizaron escritores como Víctor Hugo, Alejandro Dumas, Charles Dickens y Honorato de Balzac, entre otros.

Como se dijo en el primer párrafo de este apartado, al aludir a lo popular y lo sensacionalista, toca delimitar los linderos entre las clases populares y la élite intelectual o académica. Esta última, con el poder político y económico que le facilitaba rotular, designar o darle fuerza institucional a los calificativos peyorativos de la “otra prensa”. Fue así como, desde esta perspectiva, acuñaron el término de sensacionalistas a quienes no pertenecían a su actitud pontificadora.

No les importó que, aparte de sus privilegios, existían grupos populares que se codeaban con la pobreza y que encontraron en El Espacio un sentido de pertenencia. Resulta curioso entrevistar en la calle –en épocas distintas a la pandemia- y constatar que para el vendedor ambulante, el conductor de bus, el lustrabotas y los que sobreviven en cordones marginales El Espacio era su periódico (desapareció en 2013). Para ellos, este diario era, léase bien, una publicación realista porque mostraba sus vivencias y sintonizaba con la existencia de siempre.

Al respecto, son incontables las anécdotas de los periodistas sobre lo que los entrevistados revelaban al visitarlos en sus casas. Sucedía, por ejemplo, al cubrir un hecho doloroso para los anfitriones. Hechas las presentaciones y la invitación a tomar tinto, el redactor y el reportero gráfico oían a quienes sentían que El Espacio reflejaba sus dolores y alegrías. Era impactante ver como lo coleccionaban, casi siempre por la muerte de algún ser querido que salía —con su muerte— del anonimato y les permitía, a los sobrevivientes, saber que existían.

Hecha la aclaración sobre la prensa popular, Sarasti Vanegas da rienda suelta a un periplo que califica como la aventura total. Así, enumera algunos de los hechos que cubrió en esa etapa de su vida:

En primer lugar, recuerda a Erika Delgado, sobreviviente del avión de Intercontinental que cayó en cercanías de Cartagena en enero de 1995; el siniestro de la avioneta donde viajaba el acordeonista Juancho Roiss en El Tigre (Venezuela) en noviembre 21 de 1984; la muerte por accidente en carro de la cantante Patricia Terán y su novio en Punta Arenas (Bolívar) que se produjo al estallar una llanta del vehículo. Terán tenía 25 años de edad y en el 2020 se cumplieron 25 años de su fallecimiento (1995).También, el periodista lograría entrevistar y tomar fotografías del hombre que sufría de priapismo en Barranquilla (Atlántico).Después menciona el robo del Banco de la República en Valledupar del 16 al 17 de octubre de 1994 donde sustrajeron 24 mil millones de pesos. O el caso titulado como “Tenía dos hermanas amantes, una con 7 hijos y otra con 8”, en Choluteca (Honduras) cuyos protagonistas solo comían frutas y jugos de un solo árbol.

De Colombia, Sarasti emigró al Ecuador a coordinar un periódico en Guayaquil. Tuvo la oportunidad de cubrir la guerra entre Perú y Ecuador (1995) o escribir crónicas al estilo de “A mi mujer la preñó un extraterrestre”; “El hombre que tenía dos penes”; “Mónica Lenguiski” y otros títulos de impacto. Además, estuvo en el esclarecimiento de exorcismos, espantos, inundaciones y reinados gay (fue jurado de uno), entre otros.

Después viajó a Venezuela donde lo esperaban relatos que le permitieron ser testigo de una época donde la democracia tambaleaba y daba paso a la propuesta de un militar llamado Hugo Chávez Frías. El mismo que pregonaba una nueva Venezuela y que hoy se estremece entre conflictos de todo tipo y situaciones que obligaron a millones de compatriotas a optar por el exilio.

Sarasti sabe lo que es salir de su país y conoce al dedillo la manera de adaptarse. En primer lugar, supo granjearse simpatías y convencer a partir de su compromiso laboral. De esa manera, trabajó en publicidad o lo que apareciera. Después, en España tuvo tiempo de incursionar en el periodismo digital con una publicación que tituló “El comentarista” donde publicaba informes turísticos y entrevistas largas con figuras de la música vallenata. En síntesis, conoció otros ambientes, entendió las costumbres locales y dejó incontables amores.

—¿En cada puerto un amor?

—No tanto. Aunque uno tiene su manera de conquistar, agradar y convencer. No digo más.

Acto seguido, como buen conocedor del oficio, evade las preguntas inquisitivas y da el paso a la música. Esta vez entona El Encargo, de los hermanos Zuleta:

Fello Fuentes, tú que viajas/ de Rioseco a Patillal/ tú me le vas a llevar/ un regalo a María Esther/ me le vas a hacer saber/ que voy el fin de semana/ sábado por la mañana/ o en la tarde puede ser…

Vas donde Chema Maestre/ y dile que le mande / a su amigo José Hernández/ un recorte de poesía / que hable de la novia mía/ que no se te olvide “Fello”/ porque esos versos tan bellos/ yo les pongo melodía…

Se entiende la curva. Sobre todo, porque seguir en línea recta confunde la mente, surgen los espejismos y él embotamiento hace peligrar la vida del artista. Surge así la invitación:

—Hablemos de vallenatos…

—Hago cosas que me llevan a la pasión como escucharlos, por ejemplo a Diomedes Díaz (cantante ya fallecido) con su “De la Junta a Patillal” y otros grandes. Con seguridad, nunca me cansaría. Es que este ritmo canta lo local y logra lo universal. Están la novia, los amigos, la montaña, los ríos, todo. Su fuerza está en la letra como en la música. Ahí está lo europeo, lo indígena, lo africano; todos son elementos del vallenato, música del norte de Colombia que hoy es universal.

—Por ejemplo…

—A los hermanos Zuleta, al Binomio de Oro, y, claro está, al gran Diomedes con quien hablé mucho en distintas épocas de su vida. En cuanto a compositores están Edilberto Daza, Rosendo Romero, Hernando Marín, Vicente Munive, Carlos Huertas, Toño Salas, Poncho Cotes, Fredy Molina, Santander Durán, Geño López, Luis Enrique Martínez…

—¿Y Silvestre Dangond?

—Más cantante o intérprete que compositor.

“Héctor siempre está en función de innovar y sorprender. Una vez viajó al Festival Vallenato con un reportero gráfico, y por las noches no dormía. En la última prendía la luz, salía a buscar nuevos datos y colocaba su máquina de escribir portátil sobre las piernas y tecleaba un rato. Luego, volvía a salir a informarse y, de nuevo, a seguir escribiendo, hasta que el otro lo insultó y le gritó que apagara la luz porque al otro día tenían que madrugar” recuerda Ricardo Rondón Chamarro, colega en el diario El Espacio.

—¿Dónde está el éxito?

—En vincularse bastante con el entrevistado, hacerlo afable, cercano. Clave es ser uno, sin poses o amaneramientos, ser igual siempre ante los aciertos y errores. Esta actitud la da la experiencia, tratar de entender al otro y no se aprende en ninguna facultad. Se vive y se siente.

Revela luego sus secretos en el terreno: no consume licor y tampoco fuma. Además, no acepta permanecer o pernoctar en el mismo sitio de los entrevistados. Admite que procura compartir con ellos, pero sin perder su independencia.

—¿Cómo ha visto esta Colombia siglo XXI?

—Es el país de la esperanza, donde la gente quiere ser más de lo que es. Aunque existen flojos y pícaros, la generalidad son personas que quieren salir adelante. Si antes vendían 100 pesos, hoy se adaptan para conseguir la mitad o 30 pesos. Es decir, se reinventan luchando para lograr estar mejor. Yo digo que ser colombiano es tener un sentimiento de empuje, Esa es su manera de enfrentar la vida. Ahora, con la pandemia, han estado golpeados pero siguen siendo optimistas y claman por días mejores. Son admirables.

En el Hay Festival Cartagena de indias 2021, realizado de manera virtual, Andrés Ruiz Worth entrevistó el 26 de enero al escritor viajero Paul Theroux. Ruiz destacó que el estadounidense viajara por todos los continentes y fuera capaz de tomarle el pulso a su país. Aludió a un libro titulado Deep South (Ed. Penguin, 2015) donde buscó historias que transmitieran las tensiones raciales en Estados Unidos. Recordó como en diciembre pasado el escritor manejó de costa a costa para sentir el espacio abierto y el efecto que tuvo la pandemia en la gente. Luego lo cuestionó:

—¿Le parece más difícil escribir sobre su propio país? Y Theroux contestó:

—Sí, los lugares más difíciles de narrar son los más cercanos al hogar, del mismo modo en que la propia familia es el tema más enloquecedor (me tomó más de 50 años escribir sobre ella en mi libro Mother Land). La gente y los paisajes familiares están borrados de nuestra mente. La vida es mucho más fácil cuando dejamos de ver de cerca a los amigos y vecinos. Quiero agregar que cuando manejaba en áreas rurales, en pueblos pequeños, me sentí extranjero, había muchas cosas nuevas y extrañas para mí. Estaba entre gente y lugares que los demás pasan por alto. Eso hizo el viaje y la escritura muy emocionantes: estaba haciendo descubrimientos.

Sarasti Vanegas oye la vivencia de Paul Theroux y no dice nada. Luego, levanta la mirada y recuerda:

—En Colombia encuentro carreteras nuevas. Por ejemplo, Honda-Cambao que no conocía. Evito que me coja la noche por esas vías. Así que estoy pendiente de los avisos en los postes que me orienten. Lo de los accidentes son pruebas superadas. Ahora, en cuanto a lo que dice el escritor viajero, donde llego hago como si fuera mi casa, así que luego de instalarme salgo a caminar, trotar o a conversar en la calles con los vecinos. Trato de romper el hielo de inmediato.

—¿Pero cuál es su propósito final?

—Mi aspiración es llevar a la gente historias que les hagan ver la vida en positivo.

—¿Admira a quien viaja por todas partes en busca de nuevos hechos?

—Cuando estuve en la Florida (EE.UU.) visité el museo de Ripley y creo que lo que él hizo se parece a lo que intento. La diferencia está en que el buscaba historias insólitas y yo busco las originales, que impacten y diviertan. Además, no tengo un modelo. Supe la historia del “Che” Guevara que recorrió Suramérica en moto pero con otros propósitos. No intento imitar a nadie, solo hacer mi trabajo.

—¿Y cuando estuvo en Europa?

—Bueno, cuando estuve en España admiré a Washington Irving, el que escribió “Cuentos de la Alhambra”, porque hice su mismo recorrido por la España profunda en el 2010. Entre otros lugares, estuve en El Toboso (en la iglesia Dulce Ana de El Toboso), en Osuna y en Molinar del Viento con su influencia árabe.

—¿Recuerda alguna entrevista de impacto?

—Sí, hablé con José Antonio Fortea, sacerdote, y uno de los más grandes exorcistas, un hombre sereno y sabio. Aunque hacer crónica roja es duro, tengo claro que hay que respetar a los muertos y no tomarlos en broma. Es algo serio.

—Impresión sobre los jóvenes periodistas de hoy…

—Hoy el periodismo es digital y hay pocos que quieren contar historias. La inmediatez mató a los periódicos y a los relatores. Las redes tienen la noticia y a los medios tradicionales les obligan a ser analistas y lograr más precisión en los datos. Hay mucho de internet y no se atreven a enfrentar aguaceros, derrumbes, tráfico pesado, carreteras en mal estado, cambios de clima e ir al azar que nada garantiza. Me acuerdo de Rosendo Romero, el compositor que dijo un día: “Ahora hablan de la lluvia en el vallenato, pero nunca se han mojado”.

—¿Satisfecho con lo que ha logrado?

—Sí, porque la gente valora el esfuerzo, lo que haces y te apoyan. Sin embargo, en ocasiones me siento como el último mohicano de James Fenimore Cooper. Llego a muchos sitios y unos conocidos han muerto, otros ya no están y la mayoría brillan por su ausencia. Queda solo la nostalgia de saberse solo, solísimo.

No dice más Héctor Sarasti Vanegas. Se despide, sube a la Monstrico —como llama a su compañera mecánica— y luego de ajustar los cambios se aleja. Los que se quedan, parecen escuchar a Leandro Díaz cantando:

Yo nací una mañana cualquiera/ Allá por mi tierra, día de carnaval/Pero yo ya venía con la estrella/ De componer y cantarle a mi mal…Y cuando quiero flaquear/ Siento que Dios no me deja/Luego me pongo a cantar/ ¡Le doy alivio a mis penas! …

Al final de la carretera la moto ruge.

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