Tuve la suerte de que Nelfa, la mamá de Slow y Goyo, quien ha sido el imán del grupo, estuviera en el asiento contiguo en el avión de Easy Fly que nos llevó hasta Quibdó. En una conexión desde Galicia, España, Nelfa viajaba al concierto para la celebración de los 15 años de Chocquibtown en Quibdó. Ella solo pensaba en el sancocho trifásico que le iba a preparar a sus hijos y a su yerno Tostao, al día siguiente, antes de la rueda de prensa. “Yo siempre llego adonde ellos estén”. Esa fue la oportunidad de hablarle.
Gloria es el nombre de Goyo pero desde niña le han dicho Goyito. Su papá, el dueño del picó más grande de Condoto, el que armaban las verbenas, la despertaba todas las mañanas con la canción Goyito Sabater del Gran Combo, y la despachaba para el colegio con su hermano Miguelito o Slow, como lo bautizaron cuando nació Chocquibtown, el trío que volteó la mirada de los colombianos hacia la música del Chocó.
Mientras el avión buscaba la pista sobre la selva chocoana, Nelfa me cantaba al oído “Violencia no” de la Negra Grande. Su voz suave me arrullaba y me hacía pensar que las cuerdas vocales de Goyo le llegaron de su madre. Nelfa fue quien llevó la música a su casa aunque su marido, Miguel Martínez, tuviera el equipo de sonido más grande de Condoto. Ella, una bacioloscopista con voz bendecida, siempre fue la inspiración de sus hijos. Cuando se subía con las comparsas a cantar en la tarima del festival Petronio Álvarez, Goyo la miraba y soñaba con cantar como ella mientras en la casa Slow aprovechaba cuando lo dejaban solo para sacarle el compás con las tapas de las ollas a las cumbias que su mamá cantaba cuando cocinaba los plátanos del desayuno. Desde niño lo suyo fue el ritmo, las rimas pegajosas: el rapeo.
“Goyo como todo chocoano que se respete desayuna plátano con queso”, me dice, antes de contarme con modestia que, por el lado de su familia, el don de sus hijos viene de su abuelo Omar Perea, uno de los mejores cantantes que ha parido Condoto, y por el lado de su papá, de su tío Jairo Varela. Miguel Martínez creció jugando en las veredas de Bojayá con su primo el autor de “Mi pueblo natal”, la famosa canción del Grupo Niche inspirada en los pueblos ribereños del medio Atrato. Miguel, un disc-jockey empírico, ponía a bailar a todo Condoto con la discoteca que atesora en su cabeza de cuando sus hijos nacieron. Las platillos de las chirimías que tronaban de los inmensos bafles del picó, fueron el sonido de fondo que acompañó los primeros pasos de los hermanos Chocquibtown.
Esta vez, igual que siempre, Nelfa va como espectadora. Y aunque hace 17 años se fue a España después de conocer a un alemán de la organización Médicos sin fronteras que le propuso un futuro en Europa mientras trabajaba con las misiones que asistían a los enfermos de tuberculosis en las riberas del río Atrato, siempre toma un vuelo para acompañarlos. Ella ha estado al lado de la historia musical de sus hijos.
“Crecieron respirando música”, me dice, y cuenta que apenas Goyo cumplió siete años se fueron para Quibdó porque ella y Miguel querían que sus hijos hicieran la primaria en la ciudad. Allá, jugando básquet y comiendo helado de coco después de clases, conocieron a Tostao, dos años mayor que Goyo. Lo suyo era la percusión aunque en su cabeza rebotaban las letras que afanaban con convertirse en canciones. Fueron creciendo y mientras Goyo y Tostao se agarraban la mano y empezaban a enamorarse –hace cuatro años se casaron-, el trío invencible conformado por Slow, Goyo y Tostao, se inspiraba con el beat de Michael Jackson, los timbales del Grupo Niche y la marimba de Gualajo.
Pero el bachillerato les dividió el camino, Tostao se fue para Bogotá y Goyo y Slow para Buenaventura. “Nos fuimos porque teníamos familia que trabajaba con Puertos de Colombia”. Slow entró a estudiar en el seminario San Buenaventura y Goyo en el San Vicente, un colegio de monjas. Ella oyendo a Shakira y él a Servando y Florentino. Por las tardes grababan sus primeras pistas en un computador que les había regalado Nelfa para hacer las tareas. Goyo terminó el colegio y se fue para Cali a estudiar psicología, allá se reencontró con Tostao que ya era un músico de escuela. Mientras ella preparaba los parciales de la universidad, Slow aterrizaba en Cali para recibir sus primeras clases de música, y Tostao maquinaba un éxito musical.
Bajamos del avión y la ayudé a cargar su maleta de piel de culebra vino tinto. Antes de despedirnos se quitó las gafas de sol marca Tom Ford y por fin pude ver sus ojos sin una arruga alrededor. Tenía la piel tan lisa que no parecía la de una mujer que está a punto de cumplir sesenta años. Nos despedimos.
A la salida del aeropuerto una valla anunciaba el concierto de los “choquis”, como les dicen los amigos en Quibdó. La tarima y las luces ya estaban montadas frente al malecón de la Catedral San Francisco de Asís y las calles cercadas para recibir a las 7500 personas que habían comprado la boleta a 25 mil pesos, con media botella de Ron Medellín y el disco “Lo Nuevo”, incluidos.
Chocquibtown nació en el 2000 pero en el 2004 sacaron Somos Pacífico, el himno que puso a corear a todo el país una estrofa que hablaba de Buenaventura, Timbiquí y Tumaco. Con esta canción se dispararon los conciertos en los bares de Cali, Medellín y Bogotá, y Nelfa no faltó a ninguno. Siempre estaba con los sartenes listos para prepararle a sus muchachos los pasteles chocoanos y enyucados que tanto les gustan, además de en algunas ocasiones acompañar al grupo en los coros.
Nelfa ocupó la primera fila en la rueda de prensa. Goyo y Slow se sentaron juntos mientras Tostao le hablaba a un grupo de niños sobre Martin Luther King, Paul Auster y su pasión por la literatura. Era la primera vez que veía a Goyo y antes de hablarme ya me había embrujado. Dispuesta a charlar me saludó con una gran sonrisa detrás de sus gafas circulares y con lente de espejo multicolor. Tiene la misma suavidad de su mamá. Con la melodía con la que canta, conversa. Sus largas trenzas rojas le delineaban la cara mientras dibujaba las palabras con sus manos y sin afán. Acentada, tranquila y fina en sus movimientos, Goyo seduce con su energía. Slow se mantenía a su lado y yo recordé las palabras de Nelfa: “Miguelito es el consentido de las dos.”
Allí estaban los jóvenes para quienes Chocquibtown no es solo una banda musical sino un estilo, un ejemplo. “A veces cuando llegamos a las discotecas nos dicen: ahí llegaron los Choquis”. Porque usan afro y trenzas, y no les da pena hablar duro y bailar salsa choque. Cuando Goyo montó su peluquería en Bogotá El Salón by Goyo, lo hizo para demostrar que los negros también pueden llevar su pelo con orgullo y sin necesidad del alisado permanente, lo que para ella es un veneno para el cuerpo. “Que sepan como hablamos, como nos vestimos, como comemos”, dice cuando habla sobre las letras de Chocquibtown. Su motivación es el Chocó. Transformar la imagen de miseria y lástima que para muchos salta a la vista cuando hablan de este departamento que se pelea el puesto del más pobre del país, en una fábrica musical y de talento que enaltezca las costumbres negras y llame la atención sobre esta región olvidada.
Chocquibtown es el resultado de la disciplina y la voluntad. Una banda que creó un movimiento que ha impulsado a los jóvenes a sentirse chocoanos sin vergüenza. Sus letras son una radiografía del Pacífico, por eso la celebración de sus 15 años fue en Quibdó, porque fue allí donde nacieron y es donde está la gente que inspira sus canciones.
Nelfa llegó uniformada al concierto con una camiseta blanca de letras negras que decía: Chocquibtown, la misma que tenían todos los asistentes al evento. La noche se calentaba con la chirimía de la Orquesta Bambazulú y la música urbana de los de la T –ambos chocoanos- mientras el gentío amenazaba con reventar las vallas de seguridad antes de que Chocquibtown apareciera en la tarima. Goyo serena, con los labios rojos y vestida de blanco no sudaba una gota en medio del gentío. Slow se preparaba frente a su consola de DJ para pinchar teclas con sus dedos tatuados que dicen “Love Life”, y Tostao como siempre, desbordado de energía, afanaba con salir a cantar. El safoxón y la batería tocaron las primeras notas y Chocquibtown saltó a la escenario. Con los aires del malecón los cuerpos calientes se desplegaron a bailar y con una ola de calor que se mantuvo viva con la sabrosura la noche la fiesta se extendió hasta las cuatro de la mañana.
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