Martha sintió un leve ardor en su garganta acompañado de un dolor de cabeza indescriptible. Sus piernas flaquearon al pensar solamente en la posibilidad efímera, pero real instalación del virus en su cuerpo.
Su madre de 67 años y su pequeño hijo de 10 eran su mayor preocupación. Los tres habitantes de la casa dormían en cuartos separados, pero el nivel de contagio era alto por múltiples factores maternales y ambientales.
Una prueba con resultado positivo aminoró sus esperanzas y el miedo congeló e invadió su pecho, ocupado ahora por un enemigo invisible, pero mordaz. Martha pasó sus días abrazada por este huraño que entró a su vida sin avisar. Una amenaza que no escatima en gastos ni difiere entre personas con solvencia económica o no, sexo, raza o religión. Simplemente pasa por encima creando un devastador estado que permite reflexionar sobre que es la vida en sí y su valor real, te impulsa a preguntar a cuántos pasos estamos, o segundos quizás, para que falte ese soplo de aire que emana vida, que es lo que en realidad vale ahora, en estos tiempos de incertidumbre y dolor.
Su misión era cuidar de los suyos y protegerlos a la vez de este enemigo que había llegado a sus vidas sin ser invitado, aun sin fuerzas se despertaba cada mañana reuniendo todo el ímpetu que siempre la ha caracterizado para realizar las tareas del hogar, preparar comida para su madre y su hijo y volver a su cama, que ahora se había vuelto su fiel compañera de sintomatología, recuerdos y reflexiones, contando sin parar los días que pasaban, manteniendo la convicción que pronto llegaría una mejoría.
Pero la vida no siempre nos tiene destinado lo que deseamos y nos pone a prueba una y otra vez sin preguntar si hemos recobrado nuestras fuerzas. El primer revés estaba a punto de llegar, este intangible adversario, entró esta vez al cuerpo de su madre haciendo que el miedo de Martha se volviera realidad.
Su madre eterna amiga y fiel compañera, abuela consentidora y mujer berraca, ahora estaba rumbo a un hospital sin saber qué deparaba el destino, pero siendo consiente que los designios de Dios eran los que tenían que cumplirse. Sana sin comorbilidad alguna, allí estaba, intubada, logrando sobrevivir par volver a abrazar a los suyos que se habían quedado rezando mentalizados por verla regresar rápido.
“La primera videollamada que hace el hospital te dicen no llores, ella está en coma inducido, pero está escuchando. No pude hablarle, verla así me produjo mucho dolor”, cuenta Martha recordando ese momento en que vio a su madre en una cama, con el cuerpo inmovilizado atiborrado de tubos que apoyaban una ventilación mecánica que brindaba vida a su cuerpo de manera artificial, recalca que no hay sensibilidad por parte del cuerpo médico, el paciente y en este caso el familiar es tratado de la manera más fría.
Cuenta que la segunda llamada ya estuvo más calmada y a través de ese aparato negro donde solo le permitían verla, le expresaba a su mamá palabras de fortaleza. Todos los días a las 4:00 p.m. le llamaban de la clínica para brindar el reporte médico, esta vez su situación se complicaba y ahora la intubación era acompañada por insuficiencia renal, la cual era tratada con diálisis.
Como acto de solidaridad, el doctor en la entrega de su reporte diario le dijo que solo un familiar podía verla para despedirse, un milagro ahora era la única vía esperanzadora. Martha corrió para verla. La tocó por todos lados, la revisó y la miró una y otra vez, como tomando fotografías de ese inaudito encuentro.
“Doctor, dígame algo”, fueron las palabras de Martha, esperando escuchar algo, aunque pequeño, pero alentador, a lo que el galeno respondió: “Solo queda rezar, su mamá tiene la presión muy bajita, se nos está yendo poco a poco, espere nuestra llamada”.
“Fue la noche más larga de mi vida, las mil y una noches, recuerdo que no dormí y la llamada nunca llegó”, relata Martha con voz entrecortada. Un aire esperanzador la abrazó y solo agradeció al cielo por tenerla con vida un día más, prendiendo de nuevo ese fuego interior que te hace sentir que hay una posibilidad encendida.
El día transcurrió y el reporte de las cuatro en punto era el mismo, presión baja, pero estable. Esa misma noche, recuerda sentirse agotada físicamente, Martha no pudo aliviarse del COVID-19 porque la preocupación por su madre era más fuerte y los síntomas ya no se sentían tan fuertes, como el dolor de perder a la mujer que le dio la vida.
“Esa noche me acosté a las nueve, me sentía agotada, recuerdo que a las 10:20 pm me despertó una tos terrible, coloqué mis pies en mis chanclas, me hice un puff con el inhalador, paso la crisis y volví a dormir. A las once el teléfono sonó de la forma más aterradora posible, como nunca había sonado. Era de la clínica, me pidieron que me acercara a la clínica porque mi mamá había empeorado, pero mi mamá ya había muerto. Mi hermano llegó rápido y cuando se enteró me envío el acta de defunción, cuya hora de fallecimiento había sido exactamente las 10:20 p.m.”, relata Martha sin parar de llorar.
El viacrucis siguió con la entrega del cuerpo de su madre, le respondieron de la clínica que en cinco días podían hacerlo, más, sin embargo, Martha acudió a contactos para hacerlo de manera más rápida. “Yo no iba a prolongar ni a soportar ese dolor”, cuenta Martha con su mano en el pecho y lágrimas acompañando su triste relato.
Enfrentándose a otro reto, el del protocolo funerario que se debe llevar a cabo cuando el fallecimiento es por causa de coronavirus, Cuando llegó el carro mortuorio a recoger el cuerpo ella se acercó a uno de los encargados y le dijo que necesitaba confirmar que ese cuerpo gélido y tieso era realmente el de su progenitora, que el cuerpo que estaban trasladando si se trataba de su mamá, sospecha inculcada por los últimos acontecimientos espeluznantes presentados en las distintas clínicas por intercambio de cadáveres, en donde obligaban a velar y llorar un cuerpo que estaba muy lejos de ser el cercano. A esta duda inhóspita el hombre que trasladaba el cuerpo de la clínica al sitio póstumo tajantemente respondió que le dejaba ver su cara por la suma de 200.000 porque estaba en riesgo su trabajo y cualquier escándalo que se pudiera presentar.
“Yo tenía el deber moral con mi mamá de enterrar su cuerpo y no el de otra persona”, cuenta Martha, recordando la foto que le envío el hombre encargado del traslado del cuerpo. Relata que el cuerpo es trasladado con los tubos y sábanas que tenía al momento de fallecer.
En la velación solo se permite tres personas y según el día, se realizan más de 70 entierros durante las 24 horas del día. “El de mi mamá estaba para las cuatro y la pudieron enterrar a las diez de la noche”, expresa Martha.
Bajo el rocío de la noche, en plena oscuridad, rogando al cielo que no lloviera porque después se cancelarían los entierros. Solos a un metro de distancia de cada uno para cumplir con el protocolo, acompañados por el dolor de la ausencia en medio de la noche y el silencio ensordecedor de unas lágrimas y tenues lamentos, Martha pudo meterle dentro del cofre mortuorio una carta con dibujos y colores elaborada por su hijo, quien por ser niño no pudo estar presente en la última despedida de su abuela.
Y así, de esta manera, pudo terminar su viacrucis y despedir con resignación y mucho dolor a su eterna compañera, su madre, su reina linda como ella le decía y como la tiene hoy en su foto de perfil del WhatsApp. Siguiendo adelante con su pequeño, intentando superar esta lamentable pérdida, pero regocijándose en los buenos recuerdos que la acompañarán por siempre.