Luis Fernando Montoya pertenecía a la generación maldita. Fueron tres actores de la misma edad que murieron de manera terrible: Diego Álvarez, Jorge Emilio Salazar y Luis Fernando Montoya. Sus compañeros afirmaban que era el mejor actor que ha besado una cámara. Cada vez que participaba en una novela en los años ochenta ésta se volvía en un éxito. Cuando llegó a la cárcel de Miami, por cargar en su barriga dos kilos de heroína, lo llamaron el Robert de Niro colombiano. Su parecido físico con la estrella de Taxi Driver así lo marcaba. Uno de los directores con los que trabajó, Roberto Reyes, afirmaba que tenía una memoria privilegiada. No necesitaba leer dos veces un guion para aprendérselo. Como afirma Carlos Congote, uno de los hombres que mejor lo conoció, no necesitó de ir a una escuela de actuación para ser el mejor.
Sin embargo ese talento no estaba acompañado de disciplina. Roberto Reyes afirma que no podía decirle que no a la invitación a una rumba. A punto de grabar una escena vital en Padres e Hijos Luis Fernando no aparecía. Durante dos noches no daba señales de vida hasta que lo encontraron en un bar de La Calera. Roberto Reyes llamó dos ayudantes, lo sacaron de allí, lo metieron en un taxi y lo metieron en la ducha. Lo recuperaron a punta de café.
-¿Por qué me haces esto?- Le preguntaba Reyes y Montoya respondió: “Robertico, si vieras las viejas tan buenas que me fueron a buscar al apartamento tu tampoco hubieras podido decir que no.
A Carlos Duplat también se le perdió durante dos semanas. Llegó un momento en el que los directores no confiaron en él. Carlos Duplat, cuando dirigía Los Victorinos, lo pidió, lo defendió a pesar de lo que le recomendaban sus productores. A comienzos de los noventa toda la plata que ganaba se le iba en rumbas y mujeres. Duplat fue el último director que lo aguantó. Su mala fama fue su carta de presentación. Es que, después de interpretar a Simón Bolívar -el héroe del día de la independencia- en Las Ibañez, se convirtió en el más cotizado de todos los actores colombianos. Incluso Shaio Muñoz, fotógrafa y productora de El Tiempo, se enamoró de él perdidamente mientras lo veía en Las Ibañez. Se consiguió su teléfono y, cuando él le preguntó ¿Quién habla? Ella no titubeó para contestar:
-Tu novia.
Era 1989, se quedaron de encontrar en un bar en la Candelaria a las nueve de la noche. Luis Fernando apareció a la 1 de la mañana. Ella, desdeñosa, altiva, le espetó una frase lapidaria
-Ay, pero si eres un enano.
Igual se enamoraron de inmediato y, como ella misma dice, fue tan profundo el beso que quedó embarazada. Se separaron cuando nació Manuela, su niña. Nadie podía con el ímpetu de Montoya.
La fama lo acompañó y le perdonaron todo mientras era una estrella, pero tocó fondo y en 1997 es encontrado en la Calle del Cartucho como un habitante de calle más. La droga fue su tentación. Duplat igual siempre lo defendió, el trago y la rumba minaron su capacidad de ser responsable pero jamás su talento. La rumba le acabó con el último peso que tenía. Desesperado, cuando vivía en la calle, un amigo le aconsejó a llevar heroína a Estados Unidos. Entre 1994 y 1999 no consiguió trabajo. El portero del edificio donde vivía se volvió su único confidente. El tipo siempre andaba con cadenas de oro y con plata que le prestaba. Un día Luis Fernando le preguntó al hombre que cómo hacía para andar siempre caleto con el sueldo que ganaba, entonces le contó que llevaba droga para Estados Unidos. ¿Le interesaba? Luis Fernando no titubeó: “Hágale”.
El primer viaje coronó. Se tragó tres kilos de heroína y se quedó encerrado en un apartamento en Miami comienzo pizza y bebiendo cerveza hasta que llegaron unos tipos con un maletín lleno de fajos de dólares. La primera reacción de Montoya fue irse a rumbear con la plata, cuando llegó a Bogotá no tenía un peso. Le tocaba volver a planear un nuevo viaje. Lo hizo y coronó. Entonces decidió regresar por tercera vez. Esta vez a los tipos que le llenaban la barriga con heroína él decidió comprarles la droga para que todas las ganancias fueran a sus bolsillos. Los tipos aceptaron pero, a la vez, lo traicionaron. Cuando llegó al aeropuerto de Miami, sapeado, lo detuvieron. Tenía un kilo de heroína. En el aeropuerto lo pasearon por todas partes y la gente lo reconocía. Quedó en shock. En Colombia sus amigos tampoco lo podían creer. Según Gustavo Bolívar esto pasa mucho con actores de su nivel, los cotizados, que, cuando dejan de ser llamados, acostumbrados a un tren de vida durísimo de gastos.
Duró cuatro años preso en Estados Unidos. Aprovechó la cárcel para desintoxicarse. Regresó al país sólo con una cajita y en una maleta. Quiso reanudar su vida como campesino en una finquita en La Calera. Quiso reanudar su vida actoral, recordar la vida que tuvo cuando fue Bolívar. Pero jamás regresó a un protagónico. Se conformó con hacer de papeles de reparto. En el 2017 le detectan un tumor en la garganta, producto de sus excesos. El cáncer se lo lleva en un año. Cuando muere, solo, casi olvidado, tenía 61 años. Fue el último de los actores que murió de la generación maldita.