El obsceno contubernio entre la clase política y la justicia de este país, del que siempre se ha sospechado, pero que hasta ahora se viene a destapar con todo su tufo maloliente, es recibido por los ciudadanos con una mezcla de asombro y resignación, porque se considera lo normal. El descrédito es total, la gente entiende que ante tan sofisticadas e intrincadas redes de clientelismo y corrupción es poco lo que se puede hacer. Los niveles de abstención electoral son un fiel reflejo de esa especie de rendición de la gente.
Hace un tiempo el procurador Carrillo lanzaba en un evento público frases tan elocuentes y casi trágicas como: “La corrupción de la justicia es la mayor vergüenza que puede sufrir un pueblo. Es imposible pensar en juego limpio cuando los árbitros reciben coimas y venden sentencias y son desenmascarados por autoridades extranjeras que los desnudan y muestran su peor faceta”.
Y otra sentencia a la que ya nos hemos referido en esta columna: “Hace tiempo que aquí en Colombia, ser corrupto da estatus. Que ser pillo es sinónimo de poder, que ser avivato es una de las mayores habilidades de los colombianos”. Ni más ni menos. Los corruptos no sufren de ese mal llamado vergüenza, y se parapetan en un cinismo a prueba de todo. Por lo menos el exfiscal Moreno acepta su condición de corrupto, después de tantas bellaquerías por lo menos ha tenido la dignidad de no negar lo evidente. Pero no sucede lo mismo con sus compinches. Leonidas Bustos dice muy orondo que “Soy absolutamente inocente. No hago parte de ninguna red de corrupción. Como magistrado siempre fui probo, transparente, vertical y con una conducta ejemplar”. El otro personaje sobresaliente en el llamado “cartel de la toga”, el expresidente de la Corte de Justicia, Francisco Ricaute, se declaraba “inocente, totalmente inocente”.
Más que la picaresca, es precisamente la habilidad para el cinismo de estos personajes, la que acaba en la degradación de las instituciones. Y como la memoria del pueblo es flaca, los mismos que han desfalcado y prevaricado en algún momento, pasado el tiempo van y ponen la cara para lanzarse de nuevo a algún puesto representativo, sin ningún problema, lo vemos todos los días y en todos los niveles de la vida pública. Expresidentes, exgobernadores, exalcaldes, excongresistas, lavan su ropa inmunda y se la vuelven a poner como si nada. Pasan de un juzgado a la plaza pública sin ponerse colorados. Y ese es el mal de este país, que los ciudadanos lo permitimos, que les dejamos ejercer de caraduras, porque no ejercemos nuestra crítica y ni la hacemos funcional a la hora de elegir en las urnas. Este es el momento histórico para despertar y dejemos de hacer el triste papel de borregos sumisos.