En 1847 un grupo de mormones, liderados por el profeta Brigham Young, decidió fundar la ciudad de Salt Lake City en el agreste estado de Utah, poblado por tribus indígenas. Ciento cuarenta y tres hombres, tres mujeres y dos niños, buscaban un lugar tranquilo para practicar su religión sin ser molestados. Nada mejor que aquel lugar paradisíaco, rodeado de imponentes montañas coronadas de nieve, donde reinaba el silencio y la naturaleza ofrecía un entorno de apacible belleza.
En el momento de pensar cómo sería la nueva ciudad que habría de albergar el Tabernáculo, famoso por la música coral que acompaña uno de los órganos más grandes del mundo, el visionario Brigham Young se ocupó del trazado de las calles. La medida de las mismas se daría de acuerdo con un novedoso sistema que garantizaría por más de siglo y medio la movilidad de los ciudadanos: cada calle debería ser lo suficientemente ancha para que un carromato cubierto —de esos que veíamos en las películas de vaqueros—, tirado por cuatro bueyes, pudiera hacer una amplia U. Aproximadamente cuarenta metros de anchura, tanto en las vías principales, como en las alternas. Hoy, pasados más de ciento sesenta años, con una población mucho mayor que aquel puñado de peregrinos, Salt Lake City no conoce los monumentales trancones que aquejan entre muchas otras a las principales ciudades colombianas, gracias a la planeación de su previsivo líder.
Son numerosos los factores que han influido en el aumento del parque automotor en Colombia, especialmente de los vehículos particulares, la causa principal del problema, y que son cerca del noventa y dos por ciento de los que circulan por la insuficiente malla vial de las ciudades. El rápido crecimiento de la población urbana, la apertura económica, el aumento de una clase media con capacidad adquisitiva, el dólar que durante años estuvo barato, han sido algunas de las razones para que en Bogotá, Medellín, Barranquilla, Cali, incluso en ciudades más pequeñas, el aumento de los vehículos haya tenido las consecuencias que conocemos. Las estadísticas no hacen más que corroborar aquello que los ciudadanos padecen a diario, con un costo enorme para las ciudades, y para las personas que las habitan.
Es un hecho que cada día se pierden recursos con la cita médica que no se alcanza a cumplir, con el avión que no se toma, con la mercancía, los alimentos o las materias primas que llegan con retraso, con el consumo de combustible, con la polución que afecta la salud de quienes salen a la calle. Por no hablar del costo de las medidas, casi siempre pañitos de agua tibia, que se implementan para paliar cuando ya es tarde los efectos del crecimiento del parque automotor y evitar el trancón: transmilenio, metro, rutas rápidas para buses, metrocable, intercambio vial, glorietas, vías elevadas o el coercitivo pico y placa, solución que cambia por otras, las horas de mayor afluencia de vehículos en las calles.
Año tras años vamos perdiendo calidad de vida, adaptándonos, porque no queda más remedio, a las nuevas imposiciones del tráfico, que afectan de mil maneras el diario vivir. Basta pensar en los párvulos que viajan horas al día en buseta, de ida y regreso al colegio. ¿Quién no se ha conmovido al ver la carita de un niño que duerme con la cabeza recostada en la ventanilla, inconsciente de la lucha que libran los conductores a su alrededor? También hay que pensar en las horas que extienden la jornada laboral hasta el punto de no permitir el tiempo libre para la recreación, las aficiones, la familia, los amigos. Incluso para esos minutos de soledad y silencio que hacen falta cada día para el encuentro consigo mismo.
A los legos en la materia se nos ocurre que mejor que remediar, sería evitar los males que sean evitables. Planear, como lo hizo con tanto acierto Brigham Young. En pocas palabras: trazar o reformar unas calles amplias primero, construir las edificaciones que las bordean después. Porque una vez levantados los edificios, los supermercados, las fábricas, las bodegas, una vez construidas las viviendas, las urbanizaciones alrededor de una calle inadecuada, generalmente trazada tiempo atrás, poco es lo que se puede hacer para que esta reciba con facilidad el inevitable incremento de vehículos.
Es evidente que el centro de nuestras ciudades estuvo planeado hace años, cuando las necesidades eran otras. Pero en ciudades de rápido crecimiento y desarrollo como son las colombianas, bien pueden trazarse unas vías amplias en los nuevos barrios, que permitan una normal movilización tanto en el presente como en el futuro. No hay razón para que Bogotá, asentada en su espléndida sabana, tenga serios problemas de movilidad no solo en el centro, sino en los sectores periféricos. Lo mismo podría decirse de otras ciudades que sufren un problema parecido. Tal vez si se probara la aparentemente sencilla medida de trazar las calles primero y construir después, mejorarían las condiciones de vida de miles de colombianos.