Esta semana, en las carreteras de Antioquia, se corre el Tour Colombia de ciclismo. Es la segunda edición de una competencia que, en su versión inaugural, se llamó Colombia Oro y Paz. El año pasado recorrió el Valle del Cauca, el Eje Cafetero y el norte del Cauca. El próximo año va para Cundinamarca y Boyacá y, después, para el Caribe. El Tour Colombia es una vuelta a Colombia en varios años. Es normal, la carrera, por su categoría (2.1), transcurre en una semana.
El Tour criollo nace en medio de las cenizas de la Vuelta a Colombia. Después de décadas gloriosas en el siglo pasado, la Vuelta a Colombia languidece hace años. Crecí oyendo a mi papá, y a mi abuelo, contando historias de cómo oían la Vuelta en radio y cómo se paralizaba el país con Cochise Rodríguez, Rafael Antonio Niño, Lucho Herrera, Fabio Parra, entre otros. Los niños tenían afiches de ciclistas, se llenaba el álbum de la Vuelta a Colombia, jugaban con tapitas que simulaban ciclistas. Nada de eso me tocó a mí que crecí en los 90. Alguna vez salí a ver pasar los ciclistas, pero no recuerdo tardes oyendo radio de ciclismo. Oía Todo Fútbol horas y horas, recorriendo los estadios de fútbol del país. Era el fútbol, de lejos, el deporte nacional.
Pudo haber sido el doping. La llegada en los 80 de los escaladores colombianos a Europa cambió la historia del ciclismo. De repente, los europeos se veían a gatas para seguir a unos diminutos seres que volaban en las montañas. Los escarabajos. El desarrollo farmacológico que permitió mejorar la condición deportiva artificialmente terminó por alinear incentivos para el desarrollo del doping. Los colombianos pasaron rápidamente a un segundo plano del gran ciclismo. Con algunas excepciones, nos volvimos destacados gregarios de los grandes capos, casi todos al final dopados, en todo caso.
Y ya nadie tuvo afiches de ciclistas, en mi época. Hasta que algo pasó entonces hacia el 2010: Colombia empezó a volver a brillar en los primeros puestos del lote en Europa. Un nombre, sin duda, es fundamental para entender el quiebre: Rigoberto Urán. Víctima de la violencia desde muy joven, Urán es un personaje singular: es un superdotado de la bicicleta y, además, es un comunicador fascinante. Es carismático, para usar el lugar común. Urán entonces, además de hacer buenas carreras, llevó un nuevo lenguaje colombiano a Europa. Muy rápidamente vino Nairo Quintana. Orgulloso de sus rasgos indígenas y su origen campesino, Nairo pisó más fuerte aún que Urán. Más callado, el boyacense volvió a crear una mística inusual alrededor del mestizo que venía de América del Sur a la conquista de Europa. Pisaba terreno, el de la conquista a la inversa, solamente bien transitado por literatos, los del boom, y los futbolistas, ninguno de esos con rasgos indígenas realmente.
Vino luego la explosión: Esteban Chaves, Miguel Angel López, más recientemente el que puede ser el mejor de la historia, Egan Bernal. Y otros más. Colombia volvía a la élite mundial del ciclismo y, lo imposible, tenemos hoy en día una generación mejor que aquella del Café de Colombia. Encontramos, por fin, el reemplazo del Pibe, en otras palabras. ¿Por qué renacimos? ¿Será porque mejoró la lucha contra el dopaje?, ¿La suerte de la genética en esta generación?, ¿Alguna buena decisión de política pública o de inversión privada en la base de la pirámide del desarrollo de los jóvenes ciclistas?
La Vuelta a Colombia, imperturbable frente al Renacimiento
de los capos colombianos, sigue su decadencia.
Nadie la ve y a nadie le importa
La Vuelta a Colombia, imperturbable frente al Renacimiento de los capos colombianos, sigue su decadencia. Nadie la ve y a nadie le importa. También hemos renacido en fútbol, pero el fútbol colombiano mantiene algún interés. No sucede así con la Vuelta. Y, ¿por qué?, ¿por qué un país que tiene grandes ciclistas, gran cultura ciclística, grandes montañas y grandes valles no puede hacer una carrera de ciclismo medianamente decente? Por la plata, y su escasez.
O no tanto. Falta de voluntad o de mecanismos de coordinación, diría el economista. Hace un año, en muy poco tiempo, los aficionados al ciclismo, que ya somos muchos años desde la explosión post Urán-Quintana, vimos con emoción que se cuajaba una carrera nueva. En mi caso, no sería la ilusión de ver una Vuelta a Colombia renovada sino una nueva carrera, pero eso no era de mayor importancia. Después de algunos tropiezos, parecía que Colombia iba a poder, íbamos a hacer una carrera buena, con equipos grandes, con una logística atractiva, un buen espectáculo en un deporte que es muy lindo.
Fue la Colombia Oro y Paz en el 2018. Mi recuerdo, hoy, es que salió muy bien. Quedaron las imágenes épicas de la última etapa en Manizales. Decenas de miles de personas viendo la batalla entre los mejores, Bernal-Urán-Quintana. El testimonio de los ciclistas extranjeros que narraban una experiencia sin igual. Colombia entonces, con sudor, dejaba de ser Columbia o cualquier otro chiste flojo de Pablo Escobar. Colombia, un país de montañas, valles, gente querida, y, sobre todo, país de ciclistas y aficionados al ciclismo.
Entramos a la clase media de la organización ciclística mundial. Escribo esto después de una transmisión desastrosa del Tour Colombia. Básicamente no hubo televisión. No se vio nada. El primer día, los organizadores dejaron una canaleta a modo de policía acostado a cinco metros de la meta por donde los ciclistas pueden pasar a unos 70 kilómetros por hora. Hubo varios accidentes que pudieron ser peores. Al mismo tiempo, el país ha acogido bien a cientos de extranjeros que se ven felices y emocionados. Empezando por Froome, uno de los mejores ciclistas de la historia.
Ahí vamos, con unas de cal y otras de arena, mejor que antes, pero enredados en cosas elementales. En el ciclismo y en todo lo demás.
@afajardoa