Por decisión de mis padres, a quienes amo como a nadie en la vida y son el motor de mi existencia, fui bautizado en una parroquia de Bogotá el 8 de diciembre del año 1990, mientras la mayor de mis hermanas recibía por primera vez en su ser el cuerpo de Jesucristo.
Decisión a la que ellos, según lo que sé, llegaron porque al parecer yo me iba a morir como consecuencia de haber ingerido líquido amniótico antes de nacer, lo que ocasionó que yo pasara las primeras horas de vida metido en una incubadora, y que mis padres vivieran uno de los periodos más complejos y angustiantes de sus existencias. Lo que no sé es si mis ancestros preferían en ese momento que Dios me salvara la vida o que él me hiciera llegar directamente al cielo, sin pasar esta temporadita en el infierno conocido como planeta tierra.
Si me hubieran preguntado a mí, probablemente, hubiera elegido la segunda opción; así mis ojos no hubieran tenido que haber visto tantas injusticias, y mis oídos no hubieran tenido que haber escuchado tantas mentiras. Injusticias tan perversas como la de no haberme preguntado si quería crecer creyendo en la existencia de Dios, y mentiras tan ridículas como la de asegurar la existencia de ese ser. Aunque, por supuesto, no culpo a mis padres pues ellos, lamentablemente, no son más que unas victimas de haber nacido en otra familia que les impuso una creencia que, sinceramente, parece creada por un grupito de drogadictos. ¡Y si no me creen, vayan y le preguntan a alguien racional qué piensa acerca de que una paloma pueda embarazar a una mujer virgen!
La cuestión es que a partir de ese día quedé registrado en la base de datos de la multinacional más importante que ha conocido la historia de la humanidad: la Iglesia Católica. Y poco más de una década después de mi bautismo, por culpa de mi inmadurez cognitiva, permití que mi nombre volviera a escribirse en un libro de esa multimillonaria empresa, cuando decidí tomar por primera vez la comunión. Todo porque para esa época conocía poco acerca de historia y no había leído más de una página de la Biblia. Pero ahora que tengo la capacidad de elegir, que he leído la Biblia, y que conozco a fondo el pasado criminal de la Iglesia Católica, he decidido hace meses renunciar a la fe en la que he sido adoctrinado. He resuelto apostatar.
Pero, por desgracia, la cosa no ha sido nada fácil. La Arquidiócesis de Bogotá, dirigida por el cardenal Rubén Salazar, me pidió que presentara tres documentos para realizar el trámite de la apostasía: una carta solicitando la misma; una fotocopia de mi cedula de ciudadanía; y una fotocopia de la partida de bautismo. Algo que me hizo pensar que esto, realmente, iba a ser un procedimiento simple, rápido y económico. No como el de renunciar a la nacionalidad colombiana que tiene mil y una trabas, es lentísimo y extremadamente costoso. Sinceramente jamás pensé que fuera más atracador el gobierno colombiano que el mismísimo Vaticano. Por eso mi país no deja de sorprenderme.
Pero volvamos al tema de la apostasía. Debo aceptar que lo que en principio pensé que iba a ser algo simple, por culpa de la maldita burocracia de la Arquidiócesis de Bogotá, se ha convertido en un camino tortuoso. Me han puesto problema por no estar radicado en Colombia, pues, según ellos, puede ser que alguien esté suplantando mi identidad. También me han invitado a radicar los papeles personalmente, algo que es poco probable pues no pienso volver a Colombia y mucho menos a realizar una diligencia de este tipo. Preferiría volver a pisar algún día la tierra de mi país para presentar uno de mis libros en Bogotá o alguna de mis películas en Cartagena, y no para ir a sentarme durante horas a esperar a que me atiendan en una oficina donde se le rinde tributo al engaño.
Es pertinente comentarles que decidí realizar este trámite, simplemente, porque trato de ser una persona coherente con lo que pienso y con lo que soy. Aunque debo reconocer que también lo hago porque soy un convencido de que a la puta de Babilonia la podemos hacer desaparecer con educación y la vamos a erradicar dando ejemplos como este que, más allá de que no son vitales, generan algo en la mente de las sociedades. Sin embargo, como pueden ver, y más allá de que esta es una solicitud que realizamos un número mínimo de colombianos, la Arquidiócesis de Bogotá, prácticamente, me está prohibiendo liberarme de las cadenas de la mentira, la delincuencia, la doble moral, la hipocresía, la estafa y el engaño.
En todo caso, y aunque mi experiencia aún no sea positiva, invito a todos los colombianos que quieran desvincularse de la Iglesia Católica a que hagan este procedimiento. Seguramente a usted, quien no creen en Dios, le parece una estupidez que un colectivo realice este tipo de cuestiones, pero lo invito a que piense esto: cualquier institución con una gran representatividad tiene más fácil el acceso a altos niveles de decisión y un mayor poder de negociación (no es lo mismo sentarse a negociar cuando lo hace en representación de un 10 % de un colectivo, que si lo hace de un 90 % del mismo o va única y exclusivamente para abogar por usted mismo); por lo que con su pasiva participación, está engrosando sus listas y apoyando cada una de las ideas y declaraciones que esta hace sobre temas como la sexualidad (condición de la mujer, homosexualidad, métodos anticonceptivos, aborto, educación sexual en escuelas y colegios ,etc.) la eutanasia, derechos de las minorías, entre otros.