“Cada uno llama barbarie a aquello que no forma parte de sus usos”
Montaigne
Este tiempo que habitamos no resulta fácilmente comprensible: por momentos se siente el vacío de sociedad en el que estamos cayendo, nos conmueve el sentimiento de inestabilidad institucional marcada por el desencuentro en el ambiente político y en instantes se perciben anuncios de cambio, incluso muy esperados y anhelados por las mayorías; pero enseguida se topan con él siempre lo mismo, que vuelve añeja incluso la más reciente incertidumbre para instalarnos enseguida en una ola más grande de tensiones. Los juicios y las explicaciones no faltan, por el contario atosigan e intoxican los ecosistemas y redes más ponderadas. La vida cotidiana se ve sacudida por un régimen de sorpresas que pareciera no parar de arrojar contradicciones; lo que ayer parecía brillante camino, al amanecer siguiente se desluce y lo que estaba oscuro se vuelve a aparecer con cierto cinismo, pero con fuerza.
El tiempo está marcado por ruinas institucionales, sociales, culturales; hay varias transacciones y acuerdos que están extraviados y tenemos problemas para moderar y modular la acción colectiva, por esa razón reina la incontinencia en las interacciones cotidianas. Digámoslo coloquialmente: las instituciones, desde las más reguladas y oficiales hasta las más intangibles y espirituales, llegan tarde, con agendas remediales y precarias. A propósito de esa especie de calentamiento de las contradicciones políticas, por estos días tuve la oportunidad de asistir a dos salas de discusión respecto a la vida de país y a este momento tan especial como indeterminado; posteriormente, comparando los dos espacios me dio la impresión de estar viviendo en dos países diferentes y casi que observando dos ámbitos imaginarios que no se acercan, que no se tocan y que no quieren siquiera verse a lo lejos.
En un lugar preocupa que se estén bloqueando las reformas sociales, que se quiera interrumpir la institucionalidad democrática por golpe de estado, que poderosas agencias generen un clima de noticias falsas para evitar los cambios, que se esté apostando a encarecer servicios y productos para generar sentimiento de carestía, que se esté culpando de males actuales a fenómenos que vienen del pasado, que se estén preparando actos de guerra y de desinstitucionalización del gobierno legítimamente constituido, que se quiera mantener al país en una crisis social que solo beneficia a unos pocos y mantiene a las mayorías en la exclusión y la desprotección.
En otra sala preocupa que se esté polarizando el país con discursos incendiarios, que no se ponga atención a las normas democráticas, que no se respete la separación de poderes, que se quieran generar autogolpes y cerrar el congreso, que se esté convocando a la violencia en las calles, que se quiera vulnerar el derecho legítimo de la oposición y que se esté gobernando a partir de anuncios que generan mucha espuma, pero no tienen ninguna corriente práctica; en fin, que haya muchas palabras y poca gestión para afrontar asuntos como el valor del dólar, la protección del mercado y las medidas anticarestía.
Tenemos pues mesas separadas, ámbitos de visión radicalmente distintos, salas a puerta cerrada llenas de activismos y emociones vociferantes de múltiples lados; los liderazgos parecieran fuera de lugar y se demanda, sin duda, que emerja lo mejor de nuestra identidad colectiva para canalizar semejante discrepancia y semejante descontento cruzado. ¿Cómo salir de semejante limbo?
Estamos en un momento en el cual se requiere creatividad social y capacidad de reinventar nuevos referentes en medio de una sociedad que tiene nuevas movilidades, nuevas formas de producir, consumir y relacionarse, y que por lo tanto demanda de nuevas maneras de instituir los intercambios y las corresponsabilidades. En ese contexto, la institucionalidad pública demanda ser especialmente repensada, pues tenemos que los entes administrativos están lejos de regular las nuevas dinámicas y conflictos, pero los agentes sociales y los espacios comunes de la política también ameritan ser repensados para no caer en el síndrome de ir tras idealizaciones que no conocen suelo, que no tienen polo a tierra, que no se interesan en el vecindario inmediato.
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Estamos arrojados a un tiempo turbulento en el cual se necesita que el pilotaje social, democrático, colectivo, se reinstale en uno y otro lugar, en uno y otro bando
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Estamos arrojados a un tiempo turbulento en el cual se necesita que el pilotaje social, democrático, colectivo, se reinstale en uno y otro lugar, en uno y otro bando. No se trata de diluir el conflicto, como si de identificar su actualidad y de darle un tratamiento correspondiente con la urgencia de las fragilidades humanas que nos circundan. Este asunto no remite simplemente a un ajuste de las normas constitucionales o a la patria de las reformas que están en discusión; remite especialmente a la necesidad de atemperar las representaciones que gobiernan las prácticas y de conectar con la realidad, de romper con las burbujas ideológicas que constituyen comunidades imaginadas en oposición, para visualizar transacciones que hagan la vida sostenible y un proyecto de país deseable y expandible.
En este panorama es fundamental superar, en cualquier posición que nos encontremos, el ethos antisocial que no ve los otros, el estado psicosocial gregario que se arropa en la agresividad y la paranoia del entorno para profundizar el aislamiento y la confrontación a ultranza. Salir de esa lógica implica recuperar identidades personales y grupales que asuman el ethos social, el vínculo de comunidad y sociedad, generando espacios para pensar en colectivo, para reconstruir los bienes comunes que nos unan en la diferencia.
Toca acercar la representación política a la escucha más atenta de la vida colectiva, para que se comprenda y rectifique el nivel de desconexión imperante. Se percibe que hay un mundo muerto que no se quiere ir, lucha desesperado por pervivir y un mundo nuevo que aún no se decide a llegar; estamos a su vez en un crepúsculo y un amanecer, el asunto es que esa transición a nuevas realidades puede llevar años exorcizando del entorno colectivo, los intereses particulares y las transacciones mafiosas, domiciliadas hace décadas en los espacios políticos. El gran esfuerzo en medio de la ventisca, está en hacer que valgan las causas y los bienes comunes, que se rompan las decisiones a puerta cerrada y que se abra el espectro social y político para nuevos actores. Esto implica retomar la tarea urgente de hacerse escuchar como ciudadanías y comunidades diversas.