La imagen de una niña morena, de pelo desordenado y ropa de tierra caliente, de no más de 4 años, sosteniendo la cabeza de un pollo sarabeado contra su boca y nariz, como buscando en el olor de sus plumas un lugar conocido mientras sus ojos miran a la nada, podría pasar como una imagen bonita sobre la inocencia de la niñez. Pero estamos en la exposición El testigo de Jesús Abad Colorado y el texto a su lado le va a hacer a uno un nudo en la garganta con la tranquila ferocidad de quien dice una verdad que uno no quisiera oír:
La mujer del sombrero y sus hijos iban a embarcarse en un avión DC 3 junto con otros sobrevivientes de la matanza, no podían llevar sino un pequeño maletín de ropa. La niña se acercó y le preguntó al funcionario de la Cruz Roja Internacional: “¿usted me deja llevar la pollita? Es que es un regalo”. El hombre, con lágrimas en los ojos, le dijo: “Llévala”.
La foto fue tomada en mayo de 1998, en el corregimiento de Puerto Alvira, en Mapiripán (Meta), durante el desplazamiento forzado producido por el asesinato, lista en mano, de 18 campesinos, incluida una niña de 6 años y su familia.
Como ella, cada imagen de las víctimas de cada masacre, de cada emboscada, de cada ametrallamiento, con bombas caseras o con sofisticados bombarderos, en los pueblos, en los campos, en los montes, en los ríos, cometidos por guerrilleros, paramilitares, militares o policías, en fuego directo o cruzado, con intención o por error, como testimonio inocultable del horror que por casi 60 años permitimos, ejecutamos, ordenamos, padecimos, ignoramos o justificamos.
Las balas de las armas en manos de un mismo pueblo enfrentado, dejando un rastro infinito de sangre y lágrimas, de poblaciones destruidas y funerales en masa.
En medio, contra lo que quisieran sus victimarios, la gente levantándose, intentando por encima del dolor mantener hasta el final la esperanza, para poder fundar de nuevo la vida: un matrimonio llevándose a cabo en medio de las ruinas de un pueblo, un día después de una toma guerrillera; una nevera al hombro por entre la trocha, un colchón amarrado y los pocos animales que se puedan llevar.
Y al mismo tiempo, con la sombra de la muerte a cada paso y el rostro endurecido para enfrentar el día que vendrá… que no saben sí será ahí dónde el fotógrafo los vio o en otro lugar. Esperando haber huido por última vez y no como aquella niña —de otra foto— en la Comunidad de Paz de San José de Apartadó que llora entre las raíces de un árbol por no querer volver a huir, por cuarta vez, a sus nueve años de edad.
Con todo y lo que se esmera Jesús por evitar lo explícito en sus imágenes “para no convocar el deseo de venganza sino buscar la reflexión y la empatía para no repetir esta tragedia” el dolor y la desazón se apodera de uno sin poder evitar ponerse en el lugar de los retratados, con las preguntas que gritan esa fotos a nuestra conciencia: ¿cómo pudimos llegar hasta allá?¿qué nos hizo tan indolentes, tan capaces de tanta monstruosidad?¿dónde estábamos que no tuvimos idea de la dimensión de este dolor?
Al final de la exposición, como un respiro, las imágenes del proceso de paz con las Farc y todos las afugias de su parto, que hasta en la antesala de su firma estuvo a punto de caer. Las manifestaciones, las movilizaciones de la tropa guerrillera, el referendo y las marchas para recuperar el Acuerdo.
Dejan las imágenes de El Testigo en uno la certeza de que esta guerra, como todas las guerras, no le da a ningún actor armado la oportunidad de tener la razón y mucho menos de tener bondad en sus acciones. La guerra como tal, se constituye en un ser que se posesiona de sus ejecutores poniéndolos en un baile, una borrachera sangrienta, que una vez acaba su redoble no puede nadie entender cómo llegó a hacerlo.
La exposición está montada en Bogotá, en el Claustro de San Agustín, en la esquina adyacente a la Casa de Nariño con un gran cartel en la fachada, de manera que el presidente Duque y cada funcionario o particular que vaya a reunirse con él no pueda decir que no se enteró de este ejercicio de memoria, que más que recordar, nos cuenta, por primera vez a muchos, lo que fue realmente esta guerra.
El Testigo, tanto la exposición como el documental que se exhibe en cines, son una palmada en la cara para hacernos caer en cuenta de la tarea pendiente y un abrazo esperanzado, como esos cielos estrellados en los lugares que vieron los combates, como esas personas con nombre y apellido que Jesús revisita pasa saber de sus vidas.
En estos tiempos, en que medio país insiste en creer que podemos mantener nuestro curso de inequidad, repitiendo enceguecidos que la paz es simplemente la entrega de los fusiles por parte de las guerrillas, que el nuestro es un relato de Caínes y Abeles, las fotos de Jesús Abad son las caras de las víctimas de esta guerra, la cara de la niña con su pollo sarabeado, mirándonos de frente, preguntándonos si ya hemos aprendido la lección y vamos a apagar finalmente este fuego o si necesitamos un nuevo ciclo de 20 años de violencia para volver a intentar ser un lugar digno para que la vida florezca.