Como a su estantería ya no le cabía ni un libro, los que apiló en el suelo no le dejaban espacio para caminar y los que tenía en el marco de la ventana empezaron a tapar la luz que iluminaba su biblioteca, el poeta León de Greiff amontonó unos cuantos textos en su tina hasta llenarla, dispuesto a renunciar para siempre a largos baños de agua caliente.
Llegó a Bogotá con veinte años para ser la mano derecha del general liberal Rafael Uribe Uribe, publicó su primer libro a los 25 y a sus 81 solo soñaba con poder acostarse en su cama rodeado de páginas impresas, acompasarse oyendo a Tchaikovsky, y morir así, sin preocuparse por la jarana que se vivía en el vecindario de su casa en el barrio Santa Fe.
A León de Greiff su hijo Boris lo encontró muerto en su cama una madrugada de 1976. Como si el barco se hubiera hundido con su capitán, a la casa del poeta se le cayó el techo y se le pudrió el suelo después de resistir a un incendio y a una inundación. Veinte años después de que el escritor se fuera para siempre, Harvey Ayala, el dueño de Atunes, un prostíbulo vecino, compró la casa de de Greiff para demolerla y hacer un parqueadero para sus clientes. Su sorpresa llegó cuando encontró arrimados en un sótano cientos de discos y libros a punto de desbaratarse, una tina y un baúl oxidado en el que estuvo guardada la espada de Simón Bolívar que el M-19 le dio para que la escondiera. El grupo guerrillero la acababa de robar de la Quinta y el Ejército ya estaba en su búsqueda.
Era 1974 cuando León de Greiff estaba parado en frente de la cafetería de la Universidad Nacional y sintió curiosidad por hablar con tres jóvenes que parecían libertarios cultos. Se les acercó, les dijo que era poeta y les preguntó si se querían tomar un café con él. Así empezó su amistad con los líderes guerrilleros Álvaro Fayad, Luis Otero y la mujer que ayudó a fundar el M-19 con ellos, pero que pidió nunca ser mencionada. Después de eternas discusiones sobre literatura que se trasladaron a la casa del poeta, la sintonía de De Greiff con la causa comunista hizo que un día Jaime Bateman tocara su puerta con una espada envuelta en una manta para pedirle el favor que la escondiera entre su pila de libros. El escritor la guardó en un baúl hasta el día en que murió.
A Harvey Ayala lo mató la mafia con dos balazos y su madre, doña Ramona Mendoza, no tuvo de otra que hacerse cargo del burdel de su hijo y del montón de documentos que tenía guardados. Aunque difícilmente se podían leer, la mujer los guardó porque al ser viejos los veía importantes. La matrona, de cejas negras pobladas, y tan ancha para su metro cincuenta de estatura, los protegió celosamente durante 10 años sin que nadie pudiera verlos o tocarlos.
En 15 cajas de cartón y diez costales de polietileno Harvey había almacenado las hojas que el fuego hizo marrones y que dejó a los discos casi podridos. En su apartamento guardó la colección que no volvió a ver la luz hasta el 2014 cuando doña Ramona Mendoza accedió a mostrarle el archivo a un hombre que dijo haber empeñado su casa para salvar la colección de León de Greiff. Se trataba de Hernando Cabarcas, un filólogo que se topó en el 2000 con algunos libros y hojas sueltas autografiadas por el poeta, y desde ese día se obstinó en saber sobre el escritor paisa que solía poner la fecha y hora debajo de cada cosa que firmaba.
Cabarcas tuvo que esperar 13 años para llegar a la mina que doña Ramona protegía. Hasta ese momento, en el 2013, solo había podido estudiar al poeta gracias a esas firmas que encontró y a tres mamotretos con textos del escritor que un conocido le dio. Su día de suerte vino tiempo después, cuando un amigo suyo le dijo que lo iba a llevar a un prostíbulo en Santa Fe para que se encontrara con todo lo que nadie conocía de León de Greiff.
Para convencer a doña Ramona, Cabarcas paseó durante cuatro largos meses por las calles de Bogotá en donde los travestis y las mujeres de faldas cortas acaparan el día y la noche. Cuando ya llevaba varias visitas y encuentros con ella en el prostíbulo Atunes, un buen día decidió llevarle fotos del poeta que hablaban de su vida en Bogotá, de cuando pasaba las tardes en el Café Automático de la calle 17 para reunirse con intelectuales que solo iban a oírlo, o de cuando hacía tertulias de aguardiente, el trago que más disfrutaba como buen paisa, pero que nunca le gustó combinar con la escritura.
Después de un año y medio de trabajo voluntario con un equipo de 14 personas, y con recursos propios, Hernando Cabarcas solo ha podido llegar a intervenir cinco cajas y tres costales del material que Harvey guardó en un apartamento. El Archivo de Bogotá le ayudó a costear tres meses de investigación, un número que se queda corto frente a los 16 años que lleva siguiéndole la pista a De Greiff. Por ahora solo cuenta con el apoyo de la Universidad Nacional para crear un fondo que haga públicos los 1.500 documentos que el poeta dejó inventariados en un catálogo para que pudieran leerlo, porque como él mismo lo sentenció, "en el año dos mil y pico" sus memorias iban a ser editadas "por algún tarambana".
Twitter: @LauraLatiffP